jueves, enero 10, 2008

LUCIO V. MANSILLA: PROUSTIANO INAUGURAL

LUCIO V. MANSILLA: PROUSTIANO INAUGURAL
Por Guillermo David

No serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos.
Marcel Proust

El estrafalario pero no menos meritorio título de primer escritor proustiano argentino, si es admisible su existencia, y con el matiz acotado que en tanto figura inaugural le atañe, le cabe al autor de Una excursión a los indios ranqueles, el general Lucio V. Mansilla. No sólo por su contacto personal con el escritor francés, sino, y sobre todo, por la proliferación de rasgos de lo que su figura muestra como caracteres y visiones - el haz de posiciones estéticas nombradas tan rápida como elusivamente con la palabra dandismo -, que en Proust, en su texto y en su vida, y en el texto de su vida, aún en la medida en que confiere notas diferenciales que rompen la analogía, así como en algunos de sus personajes, hallan una configuración de rango mítico, acabado y distante, susceptible de exploración literaria.
Si en su temprana juventud Mansilla había sido conducido de manos de su padre a la frecuentación de la alegre corte imperial de Napoleón III, y se contaba entre las amistades de aquella mítica Eugenia de Montijo - explosiva mezcla anticipadora de Odette y Mme. Guermantes, retratada magníficamente por Lucien Daudet, el juvenil amigo de Proust, en su proustianísimo A l’ombre de l’Imperatrice Eugenie -, una serie de rasgos o tonos tardíos refinados por la edad nos lo muestran ejecutando las rutinas que la Belle Èpoque requerirá, con sus vocacionales pliegues de insolencia y buen gusto o esprit, a manera de condición para lucir en sociedad su destilado personal de dandismo, escritura y aventura política. Se lee en Vida de Lucio V. Mansilla, de Enrique Popolizio, en referencia a su periplo parisino de la madurez: “En París se susurraba que [el general] tenía amores con la joven y bella Madame Rostand, esposa del autor de Cyrano, pero esta relación no es más fácil de probar que otras que también se le atribuían. En verdad era muy amigo de los Rostand, y sus amistades literarias no terminaban allí. Conocía a Morèas y se había vinculado con el conde Montesquiou Fezensac, el brillante aristócrata inmortalizado por Proust bajo el nombre de barón de Charlus”. El detalle consignado no carece de importancia. Inspirador en sus mocedades del afectado neurasténico Des Esseintes, protagonista de À rebours (Contra natura, aunque podemos suponer que Mansilla hubiera traducido A contrapelo o A la retranca, solazándose en el lenguaje campero con que orlaba su prosa), novela cumbre del decadentismo finisecular debida a la pluma del iconoclasta arrepentido Joris-Karl Huysmans, el conde Robert de Montesquiou-Fezensac, un auténtico Montesco de carne y hueso, fue sin duda el emblema más notorio del dandismo, y, por tanto, de su época -signada en buena medida por dicha figura sociocultural- que va de la derrota de la Commune a la Gran Guerra; es decir, el período del floruit de Proust. Continuador del no menos mítico Lord Brummel descrito por Villiers de L'Isle Adam en una tan leve como adorable biografía, el conde era un ser excepcional, aún en sus despropósitos - o, más bien, y sobre todo, en ellos-, que en su correspondencia con Proust se definía a sí mismo como “soberano de las cosas transitorias”. Alguien a quien, como a Brummel, que empalidece a su lado, tras el recuento de sus anómalas costumbres, distantes tanto de la virtud como de la belleza -o, en todo caso, demandando una nueva idea de belleza para ser valoradas- le hubieran resultado suficientes sus ademanes privados para granjearle un lugar en la historia de la cultura al componer un personaje que hizo de sí mismo una obra de arte, dando un tipo humano en el que congeniaban la resistencia ante la mercantilización, la crítica del utilitarismo – es decir, posiciones antiburguesas- y la vocación de anudamiento de órdenes conservados distantes entre sí, como la literatura y la vida.
Figura discutida y reconocida, Montesquiou no dejaba de inspirar – y ello no sucedía sin su activa colaboración – las más enconadas reacciones. Escritor mediocre, resultaba natural que se coligiera, como hicieron sus pares, que no habría debido arruinar su reputación con la publicación de sus versos, lo cual no fue óbice para que el conde cambiara de opinión ante la insistencia engolada de sus amigos y enemigos y, finalmente, entregase al regocijo de la posteridad sus poco felices declamaciones líricas. En su figura se condensan todas las vertientes estéticas del período: impresionismo, parnasianismo, naturalismo, simbolismo, decadentismo, etc., se dan cita en su persona y en no pocas de sus actitudes y producciones. Entre las numerosas amistades del conde caben citarse las de Mallarmé, Jacques-Emile Blanche, Paul Verlaine, Paul Bourget, Pierre Loti, Whistler, William Morris, Edmond de Goncourt, Sarah Bernhardt, etc.; y por supuesto la flor y nata de la nobleza europea, con la mayor parte de la cual se hallaba emparentado. Montesquiou descendía, y lo hacía saber no sin ostensible jactancia, de los antiguos monarcas Merovingios por el lado de los Duques de Aquitania. Uno de sus más famosos ancestros era D’Artagnan, el tío de Cyrano de Bergerac: nombres clásicos de la literatura francesa que remiten a la ficcionalidad de una vida que parecía predestinada a pervivir como parte de esa estirpe. De hecho, el conde dio un personaje, más que un autor, de perdurable memoria: en 1901 inspiró una novela a Jean Lorrain – aquel que se batiría a duelo con el joven Marcel - titulada Monsieur de Phocas, de la que no salió tan bien parado como en los libros de Huysmans o de Proust.
Sujeto entregado con unción al exceso esteticista à la Dorian Gray, era enteramente capaz de disponer el arreglo de veladas nocturnas entre ataúdes y coronas fúnebres, solicitar a su fiel mancebo tucumano -el inefable Gabriel Iturri- que revistiese una habitación con pieles de oso polar, o recomendar con efusión la escucha de von Webern vistiendo obligatorios traje color malva y corbatines manufacturados con lirios auténticos; alguien poseído por la acendrada convicción de que en ese género de detalles estriba la distinción en relación con el mundo en la cual se constituye la diferencia entre el bien y el mal vivir; es decir, una ética. Anfitrión exquisito de las excentricidades inglesas, Robert de Montesquiou era quien dictaba la moda en París (de una manera similar a la que su huésped Oscar Wilde, figura algo más que análoga en sus fulgores y eclipses, ejercía en Londres, aunque el modelo francés careciera de su don literario) esgrimiendo el género de arbitrariedades que él mismo acababa por desestimar en breve, junto a la corte de aduladores y vividores que se proponían como sus condescendientes publicistas y festejantes. Es decir, era alguien que había percibido que en la construcción estética de la existencia se alojaba toda posible libertad del sujeto moderno encapsulado en el universo de opacidades y flaquezas propinadas por el imperio crematístico de la circulación mercantil. Y que en ese deliberado juego mundano, en esa ética concebida como cuidado de sí sustraída al nivelamiento anonadante de la vida social, se inscribían formas alternativas de diseñar las sensibilidades públicas. Como la sociología alemana de la época lo estipulara al efectuar el análisis de la cooptación del mundo de la vida por el mercado y la técnica (y acaso la obra de Georg Simmel podría ser considerada la contraparte académica de estos movimientos conceptuales que en el texto proustiano darán con su consumada forma literaria), la moda constituye uno de esos lugares dilectos donde se diseñan aquellas posiciones: en ella se disponen ciertas tesituras, ciertas manieras que modulan los cuerpos en su vinculación al mundo, en las que se deciden no pocos de los rasgos de una sociedad. “Se sabe que la vestimenta no expresa a la persona sino que la constituye; o más bien es sabido que la persona no es otra cosa que esa imagen deseada en la que el vestido nos permite creer” –dirá décadas después el semiólogo proustiano Roland Barthes en sus Mitologías.
El general Mansilla hará suya esta enseñanza, que si se anunciaba en su periplo previo, daría por esos años de transición entre dos siglos con su consumación plena. “La moda ha venido a ser un elemento de cambio, tanto en lo personal como en lo grupal, en los gustos y patrones cotidianos en las sociedades contemporáneas. Sin este ingrediente, parte de la modernidad no se podría pensar; dejaríamos fuera la democratización de las apariencias, la mirada al devenir de los distintos mundos de lo cotidiano, a la entronización de lo nuevo como conciencia de estar en el mundo; efecto que se ha constituido casi en el único imperativo de los tiempos” - escribe el filósofo caraqueño David de los Reyes, ubicando el sentido de este aspecto de la cuestión que anuda el proustismo criollo al vértigo de la modernización en pleno despliegue de manos de la generación del ochenta. Según constata Ramón J. Cárcano, embajador en París por aquellos años, Mansilla vestía llamativamente incluso para el propio gusto francés: levita negra con solapas de seda que cubría con una capa, pantalón con pequeños cuadros blancos y negros y chaleco de terciopelo borravino con dijes colgantes; y, al igual que Montesquiou/Charlus, cubría sus manos de guantes blancos que al quitárselos dejaban ver una profusión de anillos en cada dedo, cargados de zafiros y brillantes, rematados con pulseras doradas en las muñecas. Calzaba monóculo y se cubría con un sombrero aludo adornado de una gran pluma al costado. Su larga barba blanca que a veces recortaba a la francesa, con las puntas de los bigotes aguzadas hacia fuera que retorcía con displicencia, completaban el cuadro. En Los siete platos de arroz con leche, causerie motivada por una reminiscencia proustiana, Mansilla estampa frases como ésta: [al regresar de Europa] “Yo no traía, sin embargo, nada de extraordinario, a no ser que lo fuera el venir vestido a la francesa, a la última moda, a la parisiense, con un airecito muy chic, que después dejé, por razones que se contarán en su día - con sombrero de copa alta puntiagudo, con levita muy larga y pantalón muy estrecho, que era el entonces en boga, tanto que, recuerdo que en un vaudeville se decía por uno de los interlocutores, hablando éste con su sastre: "Faits-moi un pantalon très collant, mais très-collant; je vous préviens que si je y entre, je ne vous le prendrai pas...". Y esta otra, que muestra el giro político de su estética existencial que aquí apuntamos: “La marquesa, que era charmante y que, indudablemente me halló apetitoso, pues yo era a los diez y ocho años mucho más bonito que mi noble amigo Miguel Cuyar, ahora, invitóme a comer y organizó una fiesta para exhibirme, ni más ni menos que si yo hubiera sido un indio, o el hijo de algún nabab, según más tarde lo colegí, porque terminada la comida hubo recepción, y yo oía, después de las presentaciones de estilo, que les belles dames decían: "Comme il doit etrê beau avec ses plumes". Naturalmente yo, al oír aquel beau, me pavoneaba, je posais, expresión que no se traduce bien; pero al mismo tiempo decía en mi interior: ¡qué bárbaros son estos franceses!”. Asimismo, Mansilla era plenamente consciente del uso político de la memoración personal. En el mismo texto se proclama el único capaz de – “algún día”, promete, cosa que hará en breve - realizar el retrato psicológico de su tío, Juan Manuel de Rosas. La problemática de la distancia justa al objeto que tantas veces se discutirá en términos políticos en el país alrededor del uso sociológico de la mirada proustiana, aparece ya de un modo cabal en aquellos lejanos días.
Lucio Mansilla, que emuló el dandismo de Montesquiou en los salones indianos, gozó hasta el final de sus días - mérito que ni el mismo Proust pudo sostener - de la buena predisposición del conde sin que episodio de ninguna naturaleza empañara la relación. “El general lo imita al barón, y el francés se deja seducir”- escribe David Viñas, tanteando el tono de ese vínculo con un bordoneo cadencioso y ladino, confundiendo el título del conde con el del proustiano barón de Charlus en un alarde de alevosía plebeya propia de quien decide hacer caso omiso de las jerarquías - y de quien, en cierto punto, elige confundir la realidad y preferir la ficción que anuda a ambos caracteres. “Lucio Victorio le habla de los indios, de Rosas, de la Guerra del Paraguay” – escribe. “Cabalgan juntos. También andan en bicicleta” - agrega. “Mansilla le regala al barón una piel de avestruz para que encuaderne un par de ejemplares de sus libros. Esa divisa pampeana se convierte en motivo para una carta exprés, agradecida y decorada con las enroscadas mayúsculas dibujadas por Montesquiou” . Gestos, digamos, de mutua contaminación.
“El brillo mundano cegaba a muchos e impedía ver en Montesquiou la endeblez del hombre de letras” - dice con tino Popolizio, y advierte que tal prejuicio consentido le sucedió, sin esforzarse mayormente en evitarlo, al propio Mansilla. “A Lucio le concedió su amistad” - que, por cierto, como el barón de Charlus de la saga proustiana, retaceaba a capricho: entre los hombres de letras sólo Mallarmé, Leconte de L’Isle, Verlaine, y algunos otros la merecieron, o la padecieron -; “...le llamó amable y sabio, y le dedicó uno de sus poemas, el que tituló Rex, de la serie Ecce Homo de Les Hortensias Bleues”. Libro en cuyo prólogo derrocha ambiguos elogios sobre Proust, lo que ocasionó que se los vinculara en una difamación crasa en la prensa parisina que se resolvió con un famoso simulacro de duelo orquestado para salvar las apariencias.
Si bien, según refiere Pilar de Lusarreta en su libro Cinco Dandys porteños, en septiembre de 1893 Mansilla contestaba el que sería conocido como Cuestionario Proust (donde apunta que su estado de espíritu era por entonces “la tristeza y el tedio”), solo podemos fechar un par de años más tarde la relación con el círculo áureo del futuro autor. De octubre del año 1895 data el vínculo del general indiano con el conde Robert de Montesquiou a través de su secretario tucumano, Gabriel Iturri, con el cual lo unía un lejanísimo parentesco (un tío suyo, tucumano, estaba casado con una Ortiz de Rosas), a quienes, aunque con intermitencia, mientras permaneció en París, no dejaría de frecuentar. Por lo que podemos inferir que acaso Mansilla haya leído el primer libro de Proust, Les plaisirs et les jours, publicado al año siguiente, en un momento en que las relaciones del joven escritor con el consagrado esteta, el conde a quien llamaba Cher Maître y cubría de adulonerías, era más intensa, de ansiado discipulazgo. El libro de Mansilla que Proust leyó fue Estudios Morales, que se presentaba como un inicio de autobiografía. En una carta de Proust a Robert de Montesquiou (para la que Philip Kolb, el último editor de la correspondencia de Proust, sugiere como fecha “vers décembre 1896”) aquél le menciona a “Mancilla” [sic]: Cher Monsieur: En vous envoyant le livre de Gregh que mon ami Hahn avait chez lui au moment où je vous l'ai promis j'y joins avec un retard qui me rend confus tous les remerciments por le livre de M. le général Mancilla. J'ai remercié l'auteur. Mais comme je vous le dois encore plus qu'a lui c'est vous que j'aurais dû remercier d'abord./ Recevez cher Monsieur tous mes meilleurs et sympathiques souvenirs./ Votre dévoué : Marcel Proust . Esta carta (#200 del tomo VI de Kolb) se publicó antes en el tomo I (p. 76) de la Correspondance générale de Marcel Proust editada por Robert Proust y Paul Brach (Paris: Librairie Plon, 1930).
El General Mansilla, ya amigo de Barrès, de Morèas, de Verlaine, ansiaba conocer a Montesquiou. En una carta de octubre dirigida a Iturre, el General le escribe: “Yo tengo que felicitarme, de veras, de la buena inspiración que tuvo Vd. cuando, al verme en el teatro, no vaciló en abordarme, diciéndome en dos palabras quién era y hasta su vida, por cierto tan interesante como honrosa” [sic]. Mansilla le ofrecerá en préstamo cinco volúmenes de sus Causeries, “para que leyendo algo de ellos se juzgue un poco de mi temperamento literario”, y se despide – se hallaba en vísperas de un viaje a Londres- de “su viejo amigo de hace poco”. Será por esta vía que el autor de Una excursión a los indios ranqueles entrará en relación con el mundillo del conde y le hará llegar su siguiente libro al propio Proust. Por entonces éste ya lleva una década de relación con el conde y su secretario, y las cartas que intercambian son fluidas; en no pocas ocasiones le escribe al propio Iturri , quien por lo demás se carteaba con Verlaine y otros personajes de no menor cuantía.
En 1896 el ya viejo militar y causeur memorialista, por intermedio de Montesquiou, sería presentado al petit Marcel -“ese histérico halagador”, al decir del conde -, por entonces joven afiebrado y brillante, un poco amoscado en la delicada gestualidad declamatoria con que hacía del anacronismo deliberado un ingrediente crucial de su estética privada, quien a la sazón acababa de publicar su delicioso Los placeres y los días, y estaba apenas escribiendo, en las noches en que sus queridas enfermedades se lo permitían, la primera versión, de pretensión meramente autobiográfica, del libro - al que por el momento titulaba Jean Santeuil, y que no pasaba de ser un balbuceante esbozo - que le propinaría la fama, y la gloria. Por entonces, como lo hará ulteriormente Borges con Faulkner, el joven Marcel traducía también, por interpósita persona, - es decir, por los buenos oficios de su madre -, Sésamo y los lirios y La Biblia de Amiens, del esteta inglés John Ruskin. Quien, como una versión culterana y mutuamente refleja del dandismo parisiense, del todo expurgado del hálito trágico y a la vez algo grotesco que el decadentismo decimonónico insuflara al alborear del movimiento, proclamara y fundamentara la Religión de la Belleza . (La poco agradable figura de la madre todopoderosa y omnipresente, incansable destructora de la vida erótica de no pocos autores, ha de merecer nuestro agradecimiento lector por habernos entregado a Borges, a Lezama, a Proust, entre tantos otros. Vaya aquí nuestro sentido homenaje a su impudicia castradora). Según su biógrafo George D. Painter, Marcel Proust, que apenas sospechaba el inglés, era incapaz de eludir en su traducción los más triviales errores propios de un principiante - lo cual, por lo demás, no le impidió reflejar con la notable elegancia y profundidad que lo caracterizan los aspectos centrales de la obra traducida -; y anota una confusión cuyo resultado podría hacernos no considerarla como tal. “En su ensayo sobre Ruskin... ”- dice Painter - “... tradujo a living soul por une áme aimante, debido a que era incapaz de diferenciar ‘vivir’ de ‘amar’”. En más de un sentido el equívoco resulta pertinente a la figura pública de galán impenitente que construyó Mansilla, en la que adquiere notoria relevancia el hecho de que la seducción componía sin duda un elemento no menor de sus tácticas políticas. Aún contando sesenta y cinco años, a su regreso de viudo reciente a la Argentina, seguía siendo considerado un buen partido por las damas casaderas de la alta sociedad criolla. Resulta evidente cuánto habría labrado dicha fama; sus aguafuertes parisinas dejan adivinar algo más que aficiones literarias en su dominio del arte galante.
Consignemos aquí un gesto del general indiano que lo muestra en su apostura de un modo que lo hace parecer surgido de las páginas aún no escritas de la Recherche. La esposa de Mansilla, Catalina, de la que permanecerá no muy discretamente alejado por años, recibirá a su muerte, de parte de Lucio, residente por entonces en Francia, un gesto típicamente proustiano. Ante el suceso, el poco turbado militar, a la sazón ejerciendo una de las tantas piadosas misiones militares a que era enviado por sus contrincantes políticos en el poder, tratará embarazosamente de ignorar la noticia de su duelo para no perderse una velada mundana, como lo hiciera la Guermantes de la Recherche, ya Princesa, ante el deceso de Swann. Aunque de todos modos - y muy a su pesar -, la noticia le hizo declinar una invitación de Maurice Barrès; lo que no le impidió seguir con su tren de vida, como si no se hubiera dado por enterado, en el largo regreso enlutado que emprendió, sin prisa alguna, permitiéndose un “pequeño” desvío por Génova, España y Lisboa.
Pero lo que interesa destacar es la fina sensibilidad con que el general tejía sus relaciones políticas en la Argentina - que siempre, está claro, se cocían con una mezcla de intriga estatal y electivas afinidades personales, signadas por el capricho. En sus modales políticos Mansilla estaba atravesado de aquellas aparentemente fútiles costumbres sociales adquiridas en los salones franceses. Allí, y en el desierto pampeano, había tenido él su escuela política; en esas condiciones tan disímiles, en las antípodas geográficas y culturales, fue que se llevó a cabo su educación sentimental. Aunque si se consideran más de cerca, se ve que son las modalidades dialogales fuertemente pautadas por la tradición ritualizada las que conforman ambos registros de experiencia: en la figura de Mansilla, como en pocas, levigan bajo la forma estilizada de lo que llamamos política, amalgamadas en una totalidad armónica que torna dificultoso distinguir cada momento. Estética y política hacen todo uno en él, en su peripecia biográfica, así como en la delicada escansión literaria con que la elabora. Las escenas tan puntillosa y afablemente descritas en su Ranqueles... , en las que se celebran a campo raso largos y tediosos concilios con caciques y capitanejos, alentados por expectantes coros hoscos, comiendo, bebiendo y fumando sin dejar de acecharse, ostentando los contendientes sus fintas retóricas en el espacio virtual establecido como privilegiado para la disputa en que se juegan el destino, el del diálogo, son análogas a las veladas mundanas en las cuales condesas, duques, embajadores y personajes de diversos pelajes sociales articulan sus voces en términos de juegos de lenguaje, en una esgrima no menos agonal que la de la escena pampera, que trama intimidades y cosa pública en un todo indistinto. Tal el mundo de Guermantes, y el del cacique Mariano Rozas. En ese sentido se hace perceptible por qué Una excursión ... es una versión basta, en rústica, de las Causeries del jueves: la Pampa y la ciudad son allí domadas con las artes ajedrecísticas del charlista democrático, en escenarios que el autor trata de disponer igualitariamente.
Por lo demás, la política criolla, al igual que la desplegada en los salones parisinos, como se muestra en el texto proustiano, era por entonces en buena medida una cuestión de familia donde la genealogía hacía las veces de suelo instituyente de las posiciones y rangos desde los que se enunciaban las verdades públicas. Y Mansilla, que siempre trató de soslayar este registro burlándolo, por su naturaleza patricia no pudo sustraerse a su influjo. La sombra onerosa de su tío, el tirano populista Don Juan Manuel de Rozas, será el infausto espectro hamletiano a conjurar para un Mansilla que se esmerará no sin ambigüedades y concesiones en comprender su espectral ascendiente sobre la Historia Argentina. Acaso cabría suponer que si como hombre político fracasó, fue debido a este sesgo peculiar que ve a los actores de la sociedad civil (el anhelado nosotros del Entre-Nos que organiza su utopía apalabrada, dialogal, e individual, distante del mayestático Nosotros con que se ensalzan a sí mismos los hombres de Estado en tanto enunciadores colectivos de verdades públicas) como a los sujetos de los que emana la soberanía, el valor fundante del orden social, en lugar de los cuerpos colegiados y armados de la Nación. Repito: él, militar y funcionario, apuesta en sus textos y en su estética política al individuo soberano que otea el devenir histórico desde el seno de la civilidad, por entonces aún en pleno proceso de constitución en nuestro país; por eso fracasa en sus intervenciones públicas, que demandaban otros rigores. Y es esta una veta ciertamente cercana, si se la aplica en triangulación analógica al universo literario francés de referencia, a la que hace de Proust un pensador refractario a la mirada estatal, cual era la costumbre de la época. Mentar por ejemplo al propio Maurice Barrès, el prodigioso autor de una épica del Yo , receptáculo de las energías colectivas cuya lectura en el país alentó nacionalismos estatalistas de corte orgánico entre los autores del Centenario, permite establecer otra vertiente bien diversa, de ribetes ostensiblemente autoritarios, de recepción del pensamiento literario francés en la Argentina, a la vez que diferenciar la estrategia mansilleana. Pues si los estilos de señorío centrados en la construcción de una épica de Estado se cargan poco a poco de vocacionales autoritarismos - y la figura de Lugones resume este aspecto de la cuestión -, aquellos que se afincan en la tierra nutricia del diálogo con el otro, como el de Mansilla, discurren en una pendiente que proclama su sentido emancipador entre líneas, aunque de un modo no menos elocuente.
Andrés Rivera ha utilizado ficcionalmente en su novela Un amigo de Baudelaire, cambiando de personaje e invirtiéndole el tono hacia crispaciones políticas, una escena no menos proustiana protagonizada por el autor de las Causeries, y que refiere Popolizio. Mansilla había conocido en la calle al poeta Paul Verlaine - por entonces en la cumbre de su fama, paradójicamente coincidente con la de su miseria -, quien sostenía sus últimos estertores vitales junto a una vieja prostituta que, como observara él mismo, “lo engañaba sin pasión pero con regularidad”. Ocasiones éstas en que estallaban furiosas y publicitadas trifulcas entre ambos - una de las cuales concluyó con un casi ahorcamiento del escritor León Bloy, espíritu afín, que pasaba por casualidad a visitarlo- que hicieron que Mansilla, quien deseaba encontrarse con el autor de Les poetes maudits, desistiera de apersonarse en su casa y esperara en la vereda a que un cruce casual le permitiera invitarlo a cenar. Y así lo hizo. Cito a Popolizio: “Anoche” - refirió Verlaine en una carta -“... comí con un general de la República Argentina... Mansilla. Ha vivido en la pampa. Ha escrito un libro indiano que me va a mandar. Habla muy bien el francés y es un elegante. Nada falta en él; sombrero inclinado, provocativo, guante lila, monóculo, boutonniere fleurie, levita larga color té con leche. Es ya entrado en años y ¡qué joven y fuerte se le ve!”. Verlaine acudirá a la cita (“Un extranjero, un compromiso”, según puntúa aludiendo a la economía de sus relaciones) pero se mostrará deprimido e inapetente, al punto de desestimar los placeres culinarios del convite. “Una comida espléndida, champaña, habanos, copas de licor. ¡Cuánto champaña! Era una lástima, yo no puedo beber... mi estómago, mi enfermedad. Me retuvieron hasta las once...”. El poeta le prometerá a Mansilla un prólogo para sus Estudios Morales - Historia de una vida (una mera colección de máximas de una beatería laica medianamente convencional, aunque por momentos nada desdeñables en su irónica mirada sobre la sociedad, más que la recolección prolífica de experiencias vertiginosas de una vida que no lo fue menos, como promete el subtítulo), que no alcanzó a concretar por su inmediata muerte. Maurice Barrès, ubicado en zonas concomitantes con su estética, con cuya obra construiría una fuerte remoción del culto al yo público que exhibe sus ínfulas como una versátil entraña ensortijada que anuda Historia, Arte y política, asumió la labor. Corría 1896. Entusiasmado por lo que en el prólogo considera un don envidiable, (“El general Mansilla nos trae la verdad que fue a buscar en los campos de batalla, en los desiertos más áridos, y en las reuniones más amables”, dice allí, sucinto), Barrès invitó al argentino a un almuerzo en el proustiano Bois de Boulogne, en Le Chalet du Cycle, un lugar encantador donde se reunieron con George Brandés, el conde Montesquiou y un grupo de artistas y escritores. Desde Copenhague, el insigne crítico Brandés, en gran parte responsable de la fama de figuras como Nietzsche y Strindberg, le escribirá su lisonja no por excesiva menos real: “He sido felicísimo de trabar conocimiento con la quintaesencia de vuestra gloriosa vida...” Y agregará, halagüeño: “Barrès ha tenido mil veces razón de presentaros al público francés, y apenas si ha dicho lo bastante”.
Vale decir que don Lucio V. Mansilla acometió en las meticulosas seducciones con que urdía sus políticas literarias una labor de busca de legitimidad de la propia palabra para construirse, dandy al fin, una imagen de prestigio áulico con cuya proyección transatlántica creía poder sustentar sus escarceos políticos. (Un rasgo característico en ese sentido es el hecho de hacer editar y distribuir sus libros - costeadas del propio bolsillo - en la casa Garnier, del 6 de la Rue des Saints-Pères.)
El general trasplantado fue el único argentino que, el 9 de diciembre de 1896, asistió al mítico almuerzo y coronación de la vehemente y quebradiza Sarah Bernhardt, quien junto a la Réjane – es sabido cómo Proust componía sus personajes a manera de un palimpsesto imaginario hasta dar con un carácter - daría origen a la Berma de la escena teatral proustiana. Dice Popolizio: “Luego de una alocución entusiasta, Lucio, que era viejo admirador de la gran actriz, le presentó un ramo de jazmines diciéndole que esas flores simbolizaban la ternura. Sarah tomó el ramo, y, desprendiendo algunos jazmines que colocó en su pecho, contestó: Las más bellas flores de vuestro país son sus mujeres”. Sin duda tenía en mente a las refinadas damas de sociedad que conociera en sus giras americanas, algunas de las cuales concurrían, acompañando a sus rastacueristas maridos o sigilosos amantes, en un descanso de las voraginosas excursiones dilapidadoras de fortunas, a rendir su admiración afectada pero no menos veraz ante la reina indiscutida de la Ópera.
Pero no todo era liviandad profana en la visión estética del general. Fiel a cierto displicente espíritu propio del simbolismo, aunque poco inclinado a adherir a las exageraciones modernistas de su versión americana - la copiosa acuñación rubendariana de la lengua que ofendía sus sobrias costumbres sintácticas -, el general Mansilla matizará en sus Causeries, similares a las de su ancestro textual Sainte-Beuve, la nota trivial, de ocasión, con el vaticinio nihilista forjado en la declamación permanente del Aburrimiento, el Spleen baudelaireano, que fuera declarado el Mal del siglo y que es sin duda el motor secreto de A la Recherche du temps perdu.
Austero, tras su debacle económica que asumiría con probo estoicismo, Mansilla portará en su figura el estigma proustiano - es decir, por entonces aún apenas comenzada a escribirse la Recherche... , pero ya formando parte del clima cultural del momento - embebido en el trato fluido con el mundillo de la aristocracia más rancia de Europa, como una marca indeleble que se hará visible en sus portes y en su taimada desesperación. En un diario de la época, a su regreso a Buenos Aires, un cronista oficioso observó: “la manera como paseó por la calle Florida nos hace pensar que pasó una temporada muy agradable en París”. Su nueva partida - esta vez hacia Grecia -, más guiada por notorios problemas económicos que por una vocación de observar en el terreno los desastres de guerras recientes, corrió por entero a cargo del Ministerio de Guerra, que obtuvo a cambio un detallado informe geográfico y militar. El viaje fue saludado con estas elocuentes palabras por Paul Groussac, otra figura anticipadamente proustiana, que en su acriollamiento paulatino, en cierto sentido, de recorrido inverso al de Mansilla, fue desligándose de aquel sesgo de origen: “Childe Harold [personaje angular de la épica byroniana] de las ciudades indiferentes y para el forastero más vacías que el desierto, recomienza su viaje sin novedad, llevando en grupa el tedio incurable y fatal. Buen viaje, entonces...” - lo despide. Ciudades ausentes de sentido, desiertos sin espesor semántico: a esa situación arriba el dandy al final de su lograda estética.
El motivo de su partida era de orden bien prosaico: una nueva bancarrota, de dimensiones hasta entonces inéditas, lo encontraría armado con un espíritu acorde a su adquirido snobismo. El remate de sus bienes fue transformándose en una más de las veladas de sociedad que él mismo solía ofrecer, con escandalosas pugnas desafiantes en las cotizaciones de libros, platería, camafeos y pinturas traídos de todas partes del mundo, que mal lograban ocultar el carácter patético de la escena: parecía un montaje de las parodias crueles que tanto divertían a Proust.
El notable escritor mallorquín Llorenç Villalonga, autor de Bearn, una melancólica reconstrucción letánica del pasado señorial de la isla, ha escrito un pastiche de esas parodias à la Proust que tienen, vengativamente, al mismo escritor por protagonista. En el texto, el autor de Los placeres y los días se desvive intentando vender por intermedio de su administrador un automóvil de colección - un De Dion Bouton - a Madame Guermantes, haciendo uso de altivas y a la vez condescendientes adulonerías, con el fin de sobrellevar ciertos descalabros en su economía, para lo que inventa como justificativo una larga serie de circunstancias triviales encadenadas por rumores de doncellas y suposiciones asentadas en la casualidad. El gesto recuerda al ocasionalmente estoico Mansilla, ya en la inocultable decadencia de su vida y sus finanzas, prolongando sus costumbres de causeur y bon vivant, tratando de no perder la compostura de su estilo. Aunque no menos curioso resulta el hecho de que acaso el general no ignorara que con la subasta estaba repitiendo otra escena memorable: la venta del mobiliario de Madame de Arnoux, en el seno de La educación sentimental de Flaubert, que, a ojos del protagonista, eclipsaba en importancia al golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte, el sobrino redundante y paródico, cuya corte el propio Mansilla frecuentara en sus años mozos. Y es que para el general, sobre todo si se balancea el lugar que le confiere a la nota trivial en la totalidad de sus escritos, no hay menor trascendencia en los afeites que en las grandes decisiones políticas, pues no ignora que afectan a la esfera pública, aunque con ardides subrepticios y no siempre perceptibles, de un modo parejamente eficaz.
De modo que el de Lucio V. Mansilla puede ser considerado un adecuado comienzo de esta recepción prometedora del texto francés, al proveer en primer lugar un personaje proustiano de magnífico talante, encarnado en una figura otoñal que constituirá el emblema adecuado del siglo que acababa y de la época que se abría. Pero además en él, y en su literatura, se insinúa uno de los ejes que hacen a la legibilidad del texto - de todo texto - al decidir su capacidad de remozamiento lector en el entramado de vida pública y estética privada, en una deriva geográfica, social, política y cultural que diverge de su siglo. Mansilla, como Proust, piensa - e instituye en su escritura - los rasgos más profundos de la sociedad civil, y concibe que sólo allí es dada la ocasión de toda verdad política. En ese sentido, su puesta en escena más prodigiosamente proustiana avant la lettre es ese memorable texto, Los siete platos de arroz con leche, en el que se enmarañan como en una súbita iluminación profana suscitada por la atávica reaparición de un gusto perdido las vicisitudes íntimas de la sumisión al tirano, su tío Juan Manuel de Rozas.
Finalmente: “Acordarse es revivir”, escribe con su natural eficacia don Lucio V. como epígrafe a sus Memorias truncas ; fórmula que podría considerarse el más adecuado proemio para la lectura de Proust en el país ofertado por el primer escritor argentino que estuvo en contacto personal directo con el autor de A la recherche du temps perdu.

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