jueves, enero 10, 2008

DIEGO BENTIVEGNA (Encuesta al ensayo crítico)

Por Diego Bentivegna
¿Qué entiende por “ensayo crítico” y qué lugar ocupa éste en su práctica escritural?
La primera parte de la pregunta es realmente complicada. Entre los géneros, si es que el ensayo puede considerarse como tal, uno de los que elude de manera más obstinada una definición más o menos clara o contundente es el ensayo. Creo que los ensayos sobre el ensayo que a principios del siglo pasado le dedicaran Lukács y Adorno al problema y las reflexiones de Said publicadas en nuestro país recientemente en el volumen El crítico..., son todavía las definiciones más contundentes del ensayo: intervenciones políticas que están más cerca de la poesía y de las prácticas no discursiva que cualquier otro género. Y además prácticas de escritura en las que todo está en transformación permanente, en la que todo es inmediatamente político. Prácticas de minorización política. No hay nada menor al ensayo, escrito en condiciones kafkianas, en horas arrancadas a la noche, puesto en circulación en ediciones en general muy modestas o en revistas de circulación restringida. Y al mismo tiempo no hay, tal vez, un género menos “genérico”, menos estable. El ensayo puede serlo todo.
En cuanto a mi práctica escritural, escrituraria, de escritura, como uno quiera llamarla, el ensayo ocupa, justamente, mucho, diría todo. En general escribo en un registro que no llamaría de contaminación de géneros o de trabajo con los géneros, sino en una escritura que quiere ser, más bien, un flujo continuo donde todo deviene todo. En ese sentido, no hay para mí un afuera del ensayo.

¿Cuáles considera son las ventajas y desventajas de la práctica del ensayo crítico?
Otra vez, no me resulta fácil responder otra pregunta. Diría que la ventaja mayor es la de la experimentación más allá de las vulgaridades de la vanguardia, de la neovanguardia, de las tendencias literarias que trabajan en el plano del escandalete bobalicón y esas cosas tan nimias y aburridas. El ensayo me parece incompatible con esas cosas. El ensayo no es lúcido como la vanguardia ni soso como el escándalo permisivo. El ensayo, en cambio, tartamudea. Cojea. Desventajas: es difícil publicar ensayos, más allá de las revistas especializadas y de las ediciones humildes de las que hablábamos en el punto anterior. Hay prejuicios con respecto al ensayo. Que es aburrido, que no vende. Prejuicios, claro, no necesariamente errados.

¿Cuál considera es capacidad / posibilidad de intervención política del ensayo crítico?

Ya lo fuimos diciendo un poco en los puntos anteriores. El ensayo es, por definición diría, menor. Supone, además, una cierta negatividad que lo hace políticamente entrañable, aunque no necesariamente efectivo. El gran ensayo (no me refiero a los manuales, a los tratados, a las sumas, sino al ensayo) es una escritura eminentemente antiestatal. El tema es que hoy abría que definir contra quien se escribe, puesto que el Estado o bien se ha borrado o bien coincide con el mundo. Pero en ese caso ya no es Estado, sino Imperio.
Creo, en fin, que el Ensayo está necesariamente contra ciertas formas de salvajismo. No creo en el ensayo integrado. Mientras que les escribo estas líneas escucho las noticias que llegan de la masacre de una escuela en Rusia, del bombardeo de una familia en Palestina o de que le acaban de entregar la medalla de oro al pueblo en el que nació mi padre por actos de “umana solidarietà” durante la guerra y eso a mí, lo lamento, me afecta. No tengo una mirada cínica y distanciada con respecto al mundo, ni siquiera una mirada paródica; tampoco creo que todo sea texto y discurso, posiciones que considero, desde un punto de vista spinoziano, tristes, y, en consecuencia, funcionales al mantenimiento de un cierto estado de cosas.
Se me plantea, un poco, la vieja pregunta adorniana, esa pregunta que, a través de Agamben y de Primo Levi, no deja de interpelarnos: ¿cómo escribir poesía después de eso? ¿cómo escribir, en general, después de eso? ¿Para qué? ¿Alcanza con decir que escribiendo poemas o “pervirtiendo” los códigos uno interviene políticamente en el mundo, negándolo? Me parece que esas alternativas modernas están agotadas. El ensayo, quizá, plantee modos de continuar más atentos a la “parte maldita” del siglo XX que nunca creyó demasiado en la aventura vanguardista. Pienso, por ejemplo, en Bataille, en Benjamin, en Gramsci, en Pasolini. Justamente es una frase de Pasolini la que me parece que describe mejor el discurrir político del ensayo: escribir con “una desesperada vitalidad”, quizá con una voz un poco balbuciente, pero obstinada.

¿Qué líneas de la tradición del ensayo crítico nacional considera relevantes y por qué?
En realidad, no pienso mucho en una tradición nacional al momento de reflexionar sobre mi práctica de escritura. Mi formación es, en principio, católica (palotinos alemanes), y por lo tanto universalizante, y luego enciclopedista, europea y cosmopolita (una formación de bachillerato, esa cosa vieja que parece estar muerta para siempre). Entre una adolescencia marcada por San Pablo, cuyas cartas son para mí un momento formativo determinante y hasta prelógico, palabras raras de sabor ligeramente oriental mezcladas con los más entrañables recuerdos de infancia, y una adolescencia más voltaireana, más cínica y en consecuencia más mediatizada y reflexiva. Además, criado entre familiares (hasta primos) italianos, curas alemanes y vecinos gallegos (que casi no hablaban castellano) y de la Mitteleuropa, debo decir que lo nacional, incluso la idea de un ensayo que quede recubierto de modo aproximativo por esa palabra, me parece algo lejano y exótico. En pocas palabras, soy argentino muy nuevo, prácticamente de primera generación, de modo que mi relación, incluso lingüística, con lo “na-cional” en sus diferentes variantes es, cuanto menos, bastante precaria.
Siempre leí el ensayo escrito por argentinos (la idea de un “ensayo nacional” me parece una contradictio in adjectio) en serie con esa tradición occidental, para llamarla con la vieja fórmula de los viejos y amados estilistas del siglo XX, como Curtius o Auerbach. Para responder un poco a la consigna, puedo decirles que entre los argentinos, me gustan mucho los clásicos del XIX (la tríada Sarmiento, Wilde, Mansilla). En el medio, el viaje alucinado de Joaquín V. en Mis montañas y de Ricardo Rojas en la Historia.
Del siglo XX: creo que el primer ensayo, o más o menos ensayo, que leí fue una Razón de mi vida que había en el galpón de la casa de mi abuela materna; lo primero que leí en italiano fue un libro de esa misma abuela que encontré en su mesita de luz: un libro de vidas de santos y de beatos o sencillamente de gente común que había tenido alguna experiencia más o menos directa con lo divino, por supuesto en el marco de la más rancia ortodoxia de Trento; era un libro de la época de su niñez monacal en Sorrento, de 1897 o a lo sumo 1901, no mucho después de que Ibsen, Nietzsche, Wagner y otros septentrionales pasaran por la pequeña ciudad recostada en el “golfo más bello de la tierra”. Me llamaba mucho la atención el nombre de las localidades italianas en su grafía original (Venezia, Sardegna -que era, para mí, un apellido, como Bentivegna-, Firenze, Napoli). En su momento esos libros –así como el modo compulsivo, y obstinado, lleno de automatismos corporales, en que mis dos abuelas leían sus textitos devotos de tapas negras– me produjeron un gran impacto, aunque ahora hace mucho que no los releo; Borges (perdón por la obviedad, pero juro que es cierto), Martínez Estrada (aunque a veces sea tedioso), Massotta (sobre todo “Roberto Arlt, yo mismo”; el resto no tanto), los cuadernos de Mastronardi, las cositas de Juanele. La prosa de Ángel Vasallo me resulta muy atractiva.
Y gente más cercana en el tiempo, como Antelo, Ludmer, Grüner (perdón por la cacofonía). No me interesa para nada, en cambio, la línea nacionalistoide y populachero (S. Ortiz o Hernández Arregui), aunque Jauretche me gusta como polemista a veces lúcido y efectivo. Ignacio Anzoátegui y el padre Castellani tienen lenguas viperinas, y eso me place, además de que son poco digeribles para la progresía, lo que los hace particularmente simpáticos. Últimamente, me acerqué bastante a los escritos de Oscar Del Barco, que es arduo pero, por lo que pude entender, está cerca de temas que para mí son verdaderas obsesiones. Me interesan mucho, también, los escritos de García Bazán –que es un erudito a la vieja usanza, capaz no sólo de escribir de manera elegante sino también de leer y traducir del copto– sobre el cristianismo primitivo.
Pero, sobre todo, nombraría a gente de la que aprendí también oralmente. Críticos y, a la vez, profesores, para retomar la oposición barthesiana: Arnoux, Sarlo, Link, Panesi, Rosa, aun cuando por supuesto no comparta ni todos sus puntos de vista, ni todas sus elecciones teóricas y ni siquiera el canon que de distinta manera construyen. A ellos los leo y los releo casi constantemente y mi escritura les debe casi todo a ellos. No necesariamente como “maestros de estilo” sino más bien como maestros de lectura.

¿Qué relación ve entre el ensayo crítico con el trabajo académico?
No creo que sean incompatibles, como a veces se piensa. En general, los buenos trabajos académicos, en el área de la crítica literaria y de la “teoría”, tienen un marcado tono ensayístico. El resto es puro dato o pura descripción, un trabajo previo y determinante, pero definitivamente menos interesante. De ahí una de las paradojas del ensayo: es una intervención política negativa que, muchas veces, tienen el estado (la universidad) como horizonte o condición de posibilidad.

¿Qué instancias culturales considera prioritarias como eje de su trabajo crítico?

Si entiendo bien la pregunta, puedo nombrar a la crítica (el ensayo como forma de la crítica) y también la educación en un sentido amplio. No en un sentido estrictamente pedagógico o didáctico, sino más bien formativo y, otra vez, político. Creo que el ensayo es una instancia formativa fuerte en la medida en que pone en juego una concepción de conocimiento en proceso, in progress, la única concepción de conocimiento políticamente relevante.

¿Tiene lineamientos de trabajo a la hora de encarar el ensayo crítico?
Lineamientos, en el sentido estricto, no me planteo. En rigor, creo que los lineamientos vienen más bien del lado de la escritura académica, que exige y a la vez propone metodologías, marcos teóricos, etc. Si el ensayo es una escritura que licúa las regularidades genéricas, los lineamientos se ven, en consecuencia, des-alineados. No hay líneas, sino corsi e ricorsi, para decirlo con Vico (y con Marx, con Gramsci, con Joyce, con Said, todos ellos profundamente viquianos). El único “lineamiento” que tengo en cuenta es el de la escritura misma. La responsabilidad del ensayista es, sobre todo, formal. Formativa, en un sentido amplio.

¿Qué ensayistas contemporáneos considera relevantes y por qué?
Contemporáneos en un sentido estricto, demasiados. Si hablamos del siglo XIX y principios del XX, admiro a algunos ensayistas italianos (De Sanctis, las prosas de Pascoli, Croce, Gentile, Gramsci, Contini, Pasolini), alemanes (los ya nombrados Curtius y Auerbach, el diario de Kafka, Thomas Mann, tanto el de las Consideraciones como el de La montaña mágica o Doktor Faustus, no sólo grandes novelas sino también desmesurados proyectos ensayísticos) y españoles (Unamuno, De Maeztu, D´Ors, Ortega, Zambrano).
Más cerca en el tiempo, además de los ensayistas argentinos que nombre en su momento, agregaría otros que constituyen mi horizonte de lectura permanente: Giorgio Agamben, Urs Von Balthasar, Edward Said, Paul de Man, Jean-Luc Nancy, Peter Sloterdijk, Toni Negri, Hans Küng, Massimo Cacciari, Philippe Lacoue-Labarthe, Joseph Ratzinger, Jacques Rancière. Una lista heterogénea en la que siempre se puede agregar un nombre. Por ejemplo, Sebald o María Moreno. En todos los casos, hay una idea muy fuerte de compromiso formal con la escritura y, al mismo tiempo, una reelaboración de tradiciones críticas del siglo XX en las que sigue funcionando algo del orden de lo político como subjetivización, como agenciamiento, como singularidad. Una idea de escritura como singularización que me resulta muy atractiva.
Pero sobre todo gravitan sobre mí escrituras como la de Heidegger o como Benjamin, como las de Gramsci (¿no son acaso ensayos la Obra de los pasajes o los Cuadernos de la cárcel?) e incluso como las de Hölderlin, Leopardi, los poetas que más amo, autores de ensayos raros y monstruosos. En todos los casos, se trata de intervenciones inseparables de lo político, en general incómodas. Son formas de autoexposición muy fuerte, mucho más de las que se ponen en juego en la novela o en la poesía. Me interesan sobre todo en ese sentido.

¿Qué perspectivas ve para la continuidad del ensayo crítico en las nuevas generaciones de escritores?

Muchas. Al menos, trabajo (escribiendo, enseñando) para ello. Aunque debo decir que no me preocupa demasiado la continuidad de un género o de un discurso en particular, como la poesía, la novela o el ensayo. Quizá lo más bello de la escritura del presente es que se plantea, ante todo, como un trabajo sobre la potencia de la escritura misma. Puedo leer, por ejemplo, la última novela de Daniel Link, o el último libro de poemas de Cecilia Romana, o los ensayos sobre literatura austríaca de Sebald, o el escrito de Agamben sobre la carta a los Romanos de Pablo y leer ahí, sobre todo, un trabajo estimulante sobre las potencias de la escritura, sobre sus posibilidades de engendrar nuevas formas de subjetivación y nuevos dispositivos de pensamiento. Me llenan de alegría. Aumentan mis potencialidades ontológicas. Los leo y me entran una ganas incontrolables de sentarme a escribir. El ensayo creo que es sobre todo esto último: una modalidad del pensamiento que atraviesa, contaminándolas, las diferentes prácticas de escritura.

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