martes, enero 08, 2008

GUILLERMO DAVID (Encuesta al ensayo crítico)

Guillermo David (1965). Escritor, ensayista. Dirige la Biblioteca Popular y Centro de Documentación Carlos Astrada de Bahía blanca. Es autor de "Witoldo - O la mirada extranjera" (Colihue, 1998) y de "Carlos Astrada" -"La filosofía argentina" (El cielo por asalto, 2004). Colabora en El ojo mocho, El Rodaballo, Confines, Nombres, y otras revistas culturales.

Encuesta al ensayo crítico
Guillermo David
1-¿Qué entiende por “ensayo crítico” y qué lugar ocupa éste en su práctica escritural?
2-¿Cuáles considera son las ventajas y desventajas de la práctica del ensayo crítico?
3-¿Cuál considera es la capacidad / posibilidad de intervención política del ensayo crítico?
4-¿Qué líneas de la tradición del ensayo crítico nacional considera relevantes y por qué?
5-¿Qué relación considera guarda el ensayo crítico con el trabajo crítico académico?
6-¿Qué instancias culturales considera prioritarias como eje de su trabajo crítico?
7-¿Cuál cree que son las relaciones entre ensayo crítico y el mercado editorial?
8-¿Cuáles son sus lineamientos de trabajo a la hora de encarar el ensayo crítico?
9-¿Qué ensayistas contemporáneos considera relevantes y por qué?
10-¿Qué perspectivas ve para la continuidad del ensayo crítico en las nuevas generaciones de escritores?


Antes de contestar –y, en cierto sentido, haciéndolo- me atrevería a confesar mi incomodidad, tara y gozo del ensayista, a entrar en el sayo del “encuestado”. Si bien la pregunta reglada por la economía (por la retórica, es decir, la política) del género “encuesta” orienta, también acota, sugiere (esto, en el mejor de los casos: sin duda este, el del diálogo amable, bien dispuesto, entre amigos), o encuadra un mirada sobre el objeto de la propia escritura. Y lo hace enmascarado tras la opacidad de interrogaciones que no por bien diseñadas resultan menos inquietantes en la medida en que siempre late un equívoco fundamental –y fundador, que hace posible e interminable, no clausurable, todo diálogo. Ese equívoco fundamental consiste en pretender que el interrogado pueda pronunciar una verdad lo suficientemente satisfactoria sobre su propia práctica. Es allí donde hace su aparición la elusiva –o meramente caprichosa, capciosa- conciencia atribulada del ensayista, que quisiera de inmediato rebelarse reclamando sus derechos a la arbitrariedad, a la libre elección de su mirada, de su objeto, de sus lenguajes, sin las inevitables condiciones que todo diálogo propone –e impone: el infierno son los otros, ese infierno tan querido- en el vano ademán de precaverse de sus más ostensibles incurias. Pero entonces, en el solo acto de intentar excusarse, nota que a riesgo de ver considerada bajo sospecha su rebelión inútil, ha de asumir el desafío con buen talante y no sin percibir las dificultades que entraña, y, resignadamente, responde cuesta arriba esas encuestas. Es así que, bajo protesto, me dispongo con placer a complacer vuestras inquietantes inquietudes, amigos de La Posición.
La sola existencia del ensayo crítico propone un forzamiento, una torsión al apacible y venerable género acuñado en la modernidad (y casi se podría definir a ésta como la edad del ensayo; eso, si la novela no gozara de mayores prestigios y legitimidades institucionales); el pretendido carácter crítico saca al ensayo más allá de sus supuestos aceptados y lo confronta con sus propias aspiraciones secretas de “devenir mundo” en su pronunciarse, en su ansia no siempre manifiesta de interpelar al orbe de la vida con un llamado. Si al cansino glosar el hecho de la lectura (y el ensayo, en principio, es eso: el registro de una lectura que solicita nuestras palabras para articularse en diálogo) se le imprime una voluntad de crítica, se puede decir que se está en presencia de la condición que hace al dilema clásico del ensayista, que para devenir tal ha de proponerse asumirse como figura pública - contrariamente al poeta o al narrador, que pueden reclamar para sí la intimidad, el ámbito privado como su espacio resistente de recogimiento. Esta vocación de visibilidad que preside la intencionalidad del ensayista crítico lo pone bajo el riesgo de verse acusado, no siempre con injusticia, de periodista, dilettante, pasatista, poco riguroso, caprichoso, errático, sin fundamento, y un largo etcétera, por lo general acertado, debido a los estilos y a los formatos, propuestos por los medios de circulación del género, que ha de, a veces resignadamente, adoptar. La paradoja estriba en que verá juzgadas las que supone sus virtudes como si fuesen sus falencias.
Las ventajas y desventajas del género se generan, en parte, allí: en la poca pleitesía ante el documento y la prueba que rinde en el acto de enunciar sus verdades (y he aquí otro rasgo del ensayo: siempre se trata de blandir una verdad como una espada, y de hacerlo con el gesto soberano de no declarar sus protocolos de admisión, atendiendo solo a la cohesión interna de la proposición, a su verosimilitud, a su capacidad de interpelación al sujeto que lee. Es decir, a factores estéticos; el ensayo es, podríamos aventurar, una pura estética política). Casi por definición, es un destino del ensayo construir en su propia textura a sus antagonistas: en mostrar su contracara de un modo más o menos ostensible, en prever la deriva falaz de sus aserciones y acechanzas y pese a ello seguir intentando sus tentativas de intelección del mundo radica su potencialidad frágil, su cisura interna y su eficacia hermenéutica. En ese sentido, la Argentina ha sido pródiga en ensayistas. Es más, se puede decir que es un país cuyos mitos (he aquí otra palabra para nombrar la autonomía y eficacia del ensayo, que forja mitos y es en sí mismo mítico en el más pleno de los sentidos) hecho por ensayistas: de Sarmiento, Alberdi y Echeverría a Martínez Estrada, Borges, Astrada, o Viñas, pasando por Lugones, Jauretche, Murena y Masotta hasta llegar a González, Ferrer, Casullo o Rinesi –y la lista puede ser extendida con holgura-, una magnífica pléyade de autores han definido y desarticulado el género en sus vínculos con el mundo histórico y han diseñado, con pareja suerte, el destino de las generaciones con sus libros.
No existe género más político que el ensayo que se quiere crítico: atraviesa los estilos de construcción de verdades operantes en la más recia realidad con la disposición necesaria para que en sus modos de construir enunciados fuertes –gráciles y definitorios; sucintos, rápidos y sutiles, plenos de sentido sin necesidad de detenerse a demostrar sus supuestos, etc.- suscite el acogimiento y el llamado que toda vocación política que se precie ha de aspirar a tener.
El ensayo crítico creo que tiene una relación de relativa conveniencia, en ocasiones bastante perjudicial para sus metas, con el trabajo académico, en la medida en que la barbarie administrativa con que las facultades formatean todo discurso disciplinándolo, aplastándolo hasta la inanidad normalizada, ataca el alma del ensayo: su libertad radical de estilo y su vocación política de construir vínculos extra-institucionales suelen verse menoscabados sin beneficio de inventario (lo que no quita que la universidad argentina, particularmente en los últimos años, haya sido pródiga en ensayistas, como no pocos de los nombrados anteriormente, que hicieron del género un ámbito de apertura del discurso académico, de remoción). Pues el ensayo lleva en sí la voluntad de atravesar fronteras y de ubicarse en los intersticios, en los poros de la civilidad, desde los que se hace más eficaz su mirada sesgada, en un espacio -que a veces es el mercado pero otras es el espacio público en general, es decir, la política-, que tiende a descreer de las taxonomías y reglamentaciones usuales que definen la práctica universitaria.
Personalmente escribo ensayos porque es el modo natural de interrogar los objetos que han generado alguna preocupación mí, y lo hago desde un lugar desmañado, sostenido desde la más pura práctica de escritura (es decir, no soportado por institución alguna: ni becas (¡ay!) ni avales legitimadores, ni controles de ninguna índole han regido ni condicionado mis deseos de escribir, que procuro mantener en estado de permanente renovación), y sin mediaciones más que las animosas conversaciones con amigos de pareceres similares. Solo me preocupo porque mis ensayos (me) resulten al menos interesantes y traten de comunicar una posición de lectura que permita reflexionar sobre nuestra atribulada condición argentina. En ese sentido, y debido al espacio que las nuevas – o no tan nuevas- generaciones de ensayistas han ido ganando en el debate contemporáneo (y en el mercado; también hacen falta revistas y editores jugados en torno del género para que este prospere, y ya los hay, y muy buenos) creo que hay un futuro promisorio, independientemente de la horma académica. Los ensayistas que habitualmente publican en El Ojo Mocho, El Rodaballo, Nombres, Confines, La Escena Contemporánea, y revistas similares, con buena parte de los cuales me unen felices vínculos amistosos, constituyen sin duda el reservorio de los pensamientos críticos y emancipadores actuales y futuros.
Espero con esto haber respondido, al menos en parte. El lector exigente puede buscar el orden de las preguntas en el deshilvanado transcurso de esta conversación escrita; aunque no creo que gane mucho con eso. Su mirada piadosa sabrá perdonar las inclemencias y los vicios que tanto cuestan al ensayista encuestado.

1 comentarios:

Anónimo dijo...
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