jueves, enero 10, 2008

LA GRAMÁTICA DE CASTELNUOVO

LA GRAMÁTICA DE CASTELNUOVO
Por Fabián Wirscke


“Quien dispone de la escritura ejerce un poder esencialmente apropiatorio. Pero más tarde, cuando la oposición entre saber y no saber escribir clasifica a las personas en relación con el poder –el letrado era algo así como la cabeza y la mano del Estado y el iletrado sus espaldas-, el escribidor condensa en su producto, como si la escritura fuera un atributo propio de él, de su ámbito personal, esa cualidad simbólica que tiene para el poder.
En esa instancia, además de consagratoria, como símbolo del poder, la escritura muestra su cualidad apropiatoria sobre todo en la escritura de las relaciones entre las personas y de ellas con las cosas.”
Noé Jitrik

En las primeras décadas del siglo XX Argentina participa de un convulsionado proceso de modernización, período que cuenta con una insipiente masa inmigratoria, entre otros actores sociales. En el ámbito cultural, Buenos Aires se va definiendo como un territorio geográfico y político. La lengua es el reservorio de mitos y estrategias regulatorias, es asumida como necesidad y raigambre por su carácter simbólico, al mismo tiempo que dramatiza la urbe. Esa consolidación reciente aparece como telón de fondo de un “desierto” (la pampa y sus confines), sometido a las leyes de la civilización, a la vez que permite la mediación de cierta identidad para ser “leída”. La conquistadora voz de la lengua asume los ecos de una resonancia interna, trazando fronteras y anexando territorios al conjurar la elemental materia designada por ella. Se extiende, traza, mensura y objetiviza todo aquello que se pueda reificar como valor de cambio: la gesta de la gramática. Estos movimientos prefiguran el obstinado afán de consolidar un “Destino”, cuyos bordes, bien hilvanados para resistir los embates, se resquebrajan con la aparición de otras voces que, de algún modo, sacuden la lengua.
El libro, cerrado para una clase, se abre para la otra, es abierto y descifrado sólo por la clase que detenta el Saber de la Biblioteca, su cuidadosa clasificación alfabética, el tiempo necesario para la fermentación de las etimologías, para exponerlas como una suerte de casuística, a la que se apela o se oculta según convenga, como todo Saber, a la cultura guardiana. Pero lo que nos interesa preguntarnos bordea sobre las condiciones materiales que hacen a la formación de un escritor y sus relaciones con la producción de textos. En este sentido, la literatura conforma un espacio sustentado por intervenciones políticas y polémicas. Prueba de esto es la ya renombrada disputa entre Boedo y Florida, entre un grupo de escritores que apunta a la problemática social del hombre y su tiempo, y otro, atento a las vanguardias europeas. En principio, podría pensarse que quienes convergen en Florida, acceden a un capital simbólico que se superpone con la riqueza económica. La herencia se acumula semánticamente, y abre un campo extendido en dimensiones que abarcan desde lo lingüístico (con un arco de metáforas y abstracciones), hasta la propiedad del capital tangible, concreto: la Biblioteca. Una genealogía de clase recorre el trayecto de la gran familia del Saber. La tradición sustenta este Saber, lo acumula y lo transfiere, lo produce y reproduce en tanto comporta mecanismos de lectura compartidos, a los que la vanguardia trastocó formalmente con su aparición en el campo cultural. Frente a ella, más bien lejos, atómicamente, se levanta el vivo discurrir de otros lenguajes disonantes entre sí, independientes en su fuerte inmanencia chirriante: los del conventillo y la mezcla, lo que podríamos llamar la intemperie del saber.
A estas otras “subculturas” las podemos designar con una metáfora que condensa los avatares y tropiezos en un conglomerado anárquico de voces y saberes: el libro “des-hojado” (Nicolás Rosa, “La lengua del ausente”, 1999). Este soporte, desmembrado y fragmentario, aparece en escena como correlato de los “saberes del pobre”, emparentados con la manualidad del artesano, a la deriva, en un itinerario que marca interrupciones y en donde el camino se va haciendo con materiales descartables. Digámoslo así: el saber interrumpido.
Pero tomemos ciertos recaudos: lejos de presentar una dicotomía tajante entre ambos polos, bien podría pensarse este conflicto, o al menos resultaría más pertinente, en términos de “apropiación” por parte de aquellos que se disputaban el predominio de concebir el mundo “en” la literatura. Propósito que incluiría la presencia de la oralidad y el uso de términos que pertenecerían a la “alta” o “baja cultura”.
El libro que nos interesa es lo que nos ha dejado Elías Castelnuovo, escritor boedista., en sus “Memorias”. Convocadas a extenderse en páginas autobiográficas presuponen la desandadura de una vida: el que escribe se somete a la antigua tarea de rememorar, y en ella, la peregrinación se funde con lo religioso impregnando la escritura del autor. Lo que nos permite traer al ruedo una noción y una práctica occidental: la oración. Concebida desde hace siglos como dispositivo estructural (el milagro y la plegaria como géneros literarios) y estructurante (la actualización del rito religioso). En ambos casos la construcción de una subjetividad es el fin. Pero a la vez plantea un impedimento que anula un más allá de la lengua y de la significación, al mismo tiempo que, al tratarse, aquel, de un relato de la supervivencia, debe remitirse a “lo necesario”, tanto en lo que es narrado como en la materialidad del relato y su imaginario “pobre”. Sujeto y sujeción, sería el enlace expuesto por la norma, cuya fórmula se resuelve en un invariante tono salvífico, lo que da como resultado una alineación sin fisuras. El narrador, atestiguando la imposibilidad de desdoblamiento, siempre se irá cerrando en círculos buscando el punto de partida. Un retorno hacia sí, hacia el narrador sujeto-crístico, que si bien asume la realidad extraliteraria como contingente no hay otra alternativa que tomar la realidad literaria al pie de la letra. ¿Acaso será porque la gramática prescribe la forma de la oración, heredando el gesto de un ascenso en el que la sumisión a la “alta cultura” denota resistencia?: “marchaba siempre con la gramática a cuestas, chorreando lodo y agua, muerto de hambre y aterido de frío” (Memorias, Elías Castelnuovo, 1974). Difícil aventurar una respuesta cuando hablamos de un saber interrumpido. Pero si la consigna es, entonces, aprender a escribir, para esto nada mejor que la otra Biblia, la que se ocupa de las funciones que deben cumplir las partes de la oración, porque esta última asume por lo menos dos sentidos: religioso y gramatical.
Avanzando un poco más, se dirá que lo estético es esencial para no ser rechazado por un texto (a no ser que el programa imponga el rechazo mediante recursos preestablecidos). Se dirá también, que el lector rechaza aquel conjunto de palabras desplegadas por el cuento y la memoria, basadas en un moralismo pedagogizante. Estas premisas dejarían poco margen al lector acostumbrado al placer, porque se hallaría absorto ante un texto deserotizado, en el que se vuelve sobre la misma herida del yo, como si los trazos no dejaran de perseguir el mar sin fondo del miserabilismo. Pero no es esta la instancia (cómoda, por otra parte), en la que debamos denunciar las carencias de un libro: la misma conciencia de Castelnuovo lo hace explícito y recaer sobre ellas casi no tendría sentido. Porque si recorrido textual y espacio representado se buscan simétricamente en los ácratas signos de Castelnuovo es debido a que, al exponerse, al llenar un vacío con palabras cuyos significados destierran connotaciones, del mismo modo, el recorrido de lectura también será estrecho para el lector.
En los escritores “pobres” la demanda es llenar un vacío que es la carencia de la biblioteca: la hoja en blanco debe ser aprovechada, no debe haber derroche; por el contrario, y en una relación de otro tipo, el blanco es tan importante como los signos que sobre él se muestran. La pura mostración tiende a lo abstracto y a exponer como “manifiesto” la materialidad misma: también se lee allí donde no hay signos. Dos economías distintas. Escribir como si no fueran signos o como si fueran monovalentes por un lado, y por el otro, mostrar que se poseen otras leyes administrativas del espacio textual. En el primer caso, se advierte un reducido universo en el orden paradigmático de la lengua, por eso la palabra es tratada como cosa en un gesto referencial; en el segundo, la palabra pone en crisis su representación. De la mejor disposición de los signos en el discurso literario burgués (en el que la imaginación juega con la misma materialidad del espacio), a la impotencia o imposibilidad de acceder al Saber, pero entendiendo que no hay otro recurso, se amasa la letra. Aun sabiendo que, si las palabras son símbolos que postulan una memoria, ésta se constituye en otro sistema ideológicamente dominante. La pugna entre la etimología y el lunfardo.

La escritura, en tanto práctica apropiatoria, marca diferencias. En este punto intervienen multiplicidad de factores económicos, políticos, culturales, editoriales. Todas estas fuerzas hacen emerger la figura del escritor profesional, hecho que trae aparejado la autonomía del arte frente a la heteronomía social. Así, se tensan las fuerzas entre los saberes de la lengua y el saber de las cosas. Es el momento histórico en el país en que las prácticas y representaciones culturales de los “otros” se manifiestan transgrediendo los límites de la letra: los desclasados, el lumpenproletariado es lo monstruoso y lo amorfo que no tiene nombre. La ley del nombre, el derecho a tenerlo se rubrica en la instituciones del Estado que va entrelazando fuertes ideas de nacionalismo. En este contexto, los lenguajes circulan de acuerdo a las lógicas que los vehiculizan. Resumiendo un poco, una experiencia vanguardista del lenguaje se acerca a lo inteligible, y una vanguardia ideológica se acerca a comunicar una experiencia de vida. Estar perdido, inerme frente a una biblioteca fugaz, eventual y azarosa es la contracara a perderse “en” ella.
Conjeturas, sin duda, pero no certezas. Todo lo dicho y mucho más nos pone ante un obstáculo, nos impide avanzar y amenaza con desterrarnos cuando nos enfrentamos con estos textos que dicen desde el sujeto-crístico lo que “deben”, y desde el yo-narrador lo que “pueden”. Y aquí entramos en la decisión y en el imperativo del “impudor”. Castelnuovo se confiesa. Desdoblando la conjetura del “pueden” se articulan por lo menos dos connotaciones. La primera es la posibilidad planteada en una pregunta: “¿pueden?”, que a su vez tiene como respuesta la producción misma ante ella. Por otro lado, la lectura hace desviar la mirada a un tercero, ampliando el interrogante: “¿pueden escribir?”, a lo que otro supuesto lector podría responder: “dicen lo que pueden y como pueden”, respuesta ambigua, sin duda, o bien teñida por la misma moral del texto o bien cifrada en el prejuicio. En todo caso un plural que sale del texto y designa la alteridad degradada. La segunda connotación se va acercando a la ley: “¿tienen derecho a escribir?”. Sin duda, esta pregunta insinúa, antes que nada, lecturas. El derecho a una instancia superior urge un escalón que es necesario dejar atrás. Si entendemos la escritura como práctica que pone en juego relaciones con la subjetividad, ¿qué sucede cuando se manifiestan huecos en el saber?: la estupefacción ante la falta de elementos para aprender y aprehender, en este tránsito del saber interrumpido, deja como experiencia el recuerdo del deseo abolido, impulso que debe ser resignado por el que sabe que ignora, y que se encuentra ante la inexorable y denegada frontera de un imaginario que restringe la capacidad de producir, en el cruce entre la economía simbólica y las condiciones materiales para transitar la producción textual.

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