jueves, enero 10, 2008

LA BOLSA O LA VIDA: MARTEL

LA BOLSA O LA VIDA: MARTEL
Por Fabián Wirscke


“El presidente de la República, en acuerdo de ministros, podrá ordenar la expulsión de todo extranjero cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social”.


Proyecto de ley de residencia presentado por el senador Miguel Cané, 1899

Si el ensayo es, de algún modo, una práctica en la que un sujeto se siente interpelado por objetos del pasado y del presente, como si al tomar contacto con una vieja publicación en la que un número tras las duras y verdes tapas que lo cubren, nos revela, de golpe, la fecha de una primera edición, también es, de un modo no menos manifiesto, la imperiosa necesidad animada por la escritura que la interpela, en un acto que acerca y aleja el objeto encontrado de las lecturas que los constituyeron como tal. Aquí tenemos, pues, a la única novela de Martel, legada a los estantes de la historia y la literatura argentina. Y una primera aproximación nos hace entrar de lleno en el ambiente amenazador con que abre sus puertas: los primeros elementos que aparecen en La Bolsa son del orden de lo natural. Lluvia y viento penetran la ciudad. La naturaleza “personificada” recorre con velocidad cinematográfica las instituciones públicas, desde “la plaza de Mayo” hasta la “Aduana”, pasando por el “Congreso” y hasta “abofeteando la pirámide gloriosa”. Los “hilos del teléfono” y la “Estación Central” ingresan en esta primera escena como manifestación de los grandes avances tecnológicos: comunicación a distancia y red ferroviaria. De pronto, adviene el movimiento febril, “el ruidoso estertor y el silbido penetrante de las máquinas de los trenes” se confunde con “el grito agudo de los vendedores de diarios”, “tranvías”, “coches” y “carros”. Pero, ¿cuál es el propósito central de estas primeras páginas? Es, sin duda, presentarnos de entrada a esa otra institución que pervierte todos los estamentos sociales de una ciudad descripta como promiscua: “El corazón de las corrientes humanas que circulaban por las calles centrales como circula la sangre en las venas, era la Bolsa de Comercio”. Ya sabemos dónde está el “problema”. Buenos Aires es un organismo vivo y el flujo incesante de este “cosmopolitismo”, confuso y lucrativo, atrae la atención de los Otros. Las metáforas biológicas “esclarecen” el panorama social y, tras cartón, como síntoma emergente de la mirada marteliana, brotan “esos parásitos de nuestra riqueza que la inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas”. Metáforas que implican, en una salida del texto, el público hacia el que están dirigidas. Desde el vamos, la voz del narrador se despacha contra los “turcos mugrientos”, “charlatanes ambulantes” y “mendigos que estiraban sus manos mutiladas”. Y esto como para empezar. Hasta que el ojo clínico se va adiestrando en reconocer el terreno sobre el que avanza, hasta que esos agentes naturales se repliegan y empiezan a emerger las imágenes de los primeros personajes, todos ellos vinculados al recinto de la Bolsa, recortados sobre el fondo del caos y la babelización.
Publicada en 1891 en forma de folletín en el diario La Nación, pero escrita tiempo antes de esta fecha, cuando ya sonaban los ecos de la revolución del 90 encabezada por Alem, La Bolsa, de José Miró, más conocido por Julián Martel, alcanzó rápidamente junto con su autor una notable repercusión. El subtítulo de la misma es “estudio social”, enunciado que la embreta en un cuadro de coordenadas naturalistas y positivistas. “Preferían el descubrimiento de la realidad a las idealizaciones tan caras del romanticismo”, escribe Diana Guerrero (La Bolsa, Huemul). Del estudio -el diagnóstico de la realidad- hasta el costumbrismo de Payró, con sus matices y virajes geográficos, el problema será una constante: la inmigración. Este hecho social se entronca en la base del programa liberal y sus no deseadas consecuencias. Hecho que, a lo largo de la historia, permite traer al presente textos de fuerte incidencia en la estructura cultural y política.
Un derrotero de lecturas nos remontaría a un libro de prematura publicación. Me refiero a los urgidos comentarios motivados por la temprana y comparativa pluma de Ernesto Quesada quien, en Dos novelas sociológicas (1892), enlaza a La Bolsa y Quilito de Carlos María Ocantos. Esta última publicada en París en 1892. El apuro de Quesada muestra lo preocupante de la agitada situación social, sintiéndose corroborado y comprometido a intervenir en el asunto. No es para menos. El desbarajuste que producen los “gringos” en la estructura del pensamiento liberal induce a Quesada, que lee La Bolsa como literatura al servicio de la ciencia, a ampliar el cuadro conjugando otros horizontes que le sirven de modelo: si Martel, este joven novelista, condensa el relato en los personajes típicos engendrados en ese antro de perdición que es la Bolsa, Quesada, el comentarista, sin perder un minuto, se siente en la necesidad de ir al otro extremo. Porque estamos a menos de una década de entrar en el siglo XX, y la potencia del norte ya ha resuelto este problema prescindiendo de “endeudarse y ser presa de mercaderes y judíos”. Por contraste, y debido a una mala “selección”, la Argentina sufre “en nuestro desarrollo social un elemento perturbador, que no se dejó sentir en la América del Norte”. El polígrafo de la generación del 80 trae a su presente histórico el mismo fenómeno pero visto a través del paradigma de Estados Unidos. La Bolsa es, entonces, para el infatigable viajero y “sociólogo cientificista”, un fenómeno internacional. La institución, se encuentre en Europa o en el Norte, o en cualquier lugar del mundo, funciona como un faro que atrae inmigrantes y capitales. Por lo tanto, hay que actuar en consecuencia, y esto implica hacerlo de acuerdo a las condiciones geográficas y a las razas atraídas por esa luz religiosa emanada del misterio capitalista. Y un hombre como Quesada, acostumbrado a demostrar hipótesis, será designado por el gobierno de Juárez Celman, que lo tiene en cuenta por sus conocimientos económicos para reglamentar el funcionamiento de la Bolsa de Comercio. El informe es publicado como apéndice en Dos novelas sociológicas y data del año 1890, en vísperas de la revolución de julio.
La historia, y los textos que la refieren, con sus preocupaciones por organizar el país, demuestran aun la posibilidad de encausar el fenómeno inmigratorio. Para esto, y debido a la condición periférica de Argentina, se evidencia el hecho público de arrimar a la elite liberal autóctona las experiencias de los centros capitalistas que supieron resolver el problema. Por lo tanto, Quesada abre la perspectiva con la que agudiza el repaso, y es el pragmatismo de Estados Unidos lo que, a todas luces, se le evidencia como el anclaje desde el cual trabajar. Las demarcaciones, con los que se intenta ampliar el campo de la razón, transitan un recorrido con el fin de reforzar los límites de la clase dirigente. Pero son los límites que, si se justifican en el plano de una escritura crucial entre literatura y política como emergentes de clase, más tarde, habrá que echar mano a la “Ley de residencia” para cerrar el cerco y espiritualizar la historia.
¿Pero qué piensa Quesada de Martel, de este joven escritor que ha pasado a la historia con su única novela bajo el brazo y que murió muy pronto? En un trato serio y de respeto hacia el flamante incorporado a las huestes de los intelectuales al servicio de La Nación, otorga la categoría de “señor” a Julián Martel, joven que hasta ese momento sólo tenía aspiraciones literarias, un apellido más o menos ilustre y poca o nada fortuna. Un pura sangre ha nacido. Es aceptado y se recubre de fama. Su obra le permite ascender socialmente, cartearse con argentinos en Europa y, aunque desearía escribir sobre otra cosa, algo inquietante está pasando en la ciudad: “Es imposible, de todo punto imposible, emanciparse de la influencia del medio ambiente, dejar de ser contagiado por la atmósfera de negocios que allí se respira. Todos, abogados, médicos, ingenieros, y ¡hasta sacerdotes! (yo los he visto) abandonan los menesteres de su cargo, y se ocupan de seguir los movimientos de los títulos, de observar el valor de la tierra y de lamentar la depreciación del papel” (carta a Gregorio de Laferrère, Historia de la Literatura Argentina, Ricardo Rojas). El inédito material al que alude Rojas revela los vertiginosos cambios en La gran Aldea. Los avances tecnológicos y el desembarco de inmigrantes son el fondo de esta matriz histórica que hace saltar, al plano de la escritura y, por efecto, al despliegue de una subjetividad que tiene que ir al encuentro de lo considerado como obsceno, porque, como apunta Viñas “al fin y al cabo, el naturalismo no era tan complaciente”.
Es claro: la oligarquía absorbe y se siente llamada a declarar los principios rectores de la patria. Todo aquel que quiera colaborar y tenga condiciones será bienvenido porque no hay tiempo que perder. Para esto, en una época de dramatismo punzante, nada mejor que ingresar al mundo cultural por la vertiente de las letras. Y ahí está Martel, sumando a la superestructura liberal el primer manifiesto antisemita. Porque ellos, los judíos, son los culpables y alguien tiene que pagar el pato, sobre todo si se piensa que en la Buenos Aires de 1890 los extranjeros son más de la mitad de la población. Pero los inmigrantes judíos apenas si alcanzaban a un centenar. No importa. Las palabras de Alberdi suenan a herejía: “No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos, saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana”. Pero, como apunta Viñas, la inmigración ya es vivida como invasión. Desplazamiento que proyectará un constante replegarse y la búsqueda de una filogenia andaluza a lo Calixto Oyuela. Paralelismo que el propio Quesada hará suyo en su extenso ensayo En torno al criollismo.
Volviendo a la novela, que al fin y al cabo es la que convoca una historia de las lecturas, se lee en una sus páginas: “promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas”. La conspiración que puede provenir de esta mezcolanza hace que el narrador –y más tarde los personajes-, comience a pronunciarse en fuertes tonos de oratoria moralista, y a renglón seguido, un catálogo de lenguas desperdigadas irrumpe con la disonancia de las jergas que asquean por su proximidad: “Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés”. Estamos en el centro de La Bolsa. Y la escasa o nula complacencia del naturalismo describe al personaje central, el doctor Glow, como un abogado que ya no ejerce y que se dedica de ahora en más al mundo de los negocios: “era el tipo común del especulador de entonces. Hombre sano en un principio, mareado luego por la atmósfera corrompida, asimilado a ella después”. La coordenada que sintetiza la historia del personaje es sano-corrompido-asimilado. Y llegará a la locura en un final no sin visos de patetismo cuando pronuncie: “-Soy la Bolsa.” Por supuesto, todo gira en torno a la Bolsa. El monstruo finalmente se come al personaje. Afirmación que nos reenvía a la carta anteriormente citada en la que Martel escribe: “Yo estoy metido hasta los ojos en la Bolsa, y Dios quiera que no pierda más de lo que tengo”. No importa si Martel especulaba o no en la Bolsa. Aunque estaría permitido figurarse a un Martel como alguien que comprobó físicamente los avatares especulativos, puesto que describe la arquitectura del recinto y sus personajes pululantes, exasperados algunos, conspirativos otros, bajo la mirada del periodista que ve y comprueba la rapidez de los acontecimientos y la debacle. Rapidez que, por otra parte, es la misma que sustenta la novela. Pero parece más interesante destacar, como rasgo sintomático, restituyendo los textos al presente, el grado de conmoción social que produjo esta institución y las quejas de un embrionario autor: “¿Cómo no han de acudir a mi memoria las gratas reminiscencias de aquellas discusiones interminables que sosteníamos paseando a lo largo de una avenida o bajo los árboles de los jardines de la Recoleta? Esto no se olvida nunca, Gregorio; nunca!”. Mirada hacia atrás y, correlativamente, hacia Europa. Y mirada hacia lo que se viene manifestando como algo incontrolable, presente y concreto. Quizá, el escudriñamiento de la realidad, sea vivido como una obligación, y entre las confesiones privadas y el ejercicio de las letras Martel se sienta desgarrado. Lo corrobora el trance, a través de su pluma, a apurar proféticamente la llegada al abismo que se acerca. Un tono de pérdida recorre el capítulo lX enviando señales a la carta que precariamente desglosamos, a esa zona de lamentaciones, de horas perdidas en alguna avenida de la Recoleta. Ya no se puede pasear tranquilo ni perviven las condiciones pretéritas “donde nacen las afecciones duraderas y donde se cobra bríos para emprender una carrera que de suyo está erizada de dificultades y sinsabores: la carrera literaria”. Descubrimos así, en esta subjetividad de tono confesional, la otra cara de Martel, el revés de esa trama histórica indeseable a los ojos del “poeta”, a quien se le escapa, en desahogos elegíacos, otro catálogo en la novela, no ya de lenguas sino de personajes que pasean con sus carros por la avenida y que van “¡Corriendo al abismo!”: “Allá va el buen doctor, como representación viva de la especulación irresponsable”... “el francés representa el inmigrante aventurero, que tanto ha contribuido a crear los males que hoy nos agobian”
Como se dijo: la ciudad ha cambiado y ahora las urgencias son otras. Lo demuestra el tironeo en el terreno público de la literatura y en el privado de las cartas, contradicción amparada por una ficción a media altura en una zona, y por el anhelante deseo de “departir con pares un poco sobre temas de alguna elevación” en la otra. Y si hay que conjurar el mal, también habrá que despegarse de las reminiscencias románticas, pero sin dejar de acudir a la vieja Europa, y en un ademán de cuño enciclopedista, leer ese libro que tanto escándalo está causando en el viejo mundo: La France Juive, de Edouard Drumont, consagrado vocero del antisemitismo en Francia. Libro que es citado en la propia novela como prueba irrefutable de que “la República Argentina está amenazada del mismo peligro” sufrido por Europa. Una suerte de conspiración internacional penetra a través de los capitales importados, y en La Bolsa por medio del personaje Barón de Mackser, enviado de Rothhschild, apellido de familia judía de banqueros. Hipótesis nefasta y a todas luces estrafalaria por lo que ya se dijo, pero el discurso de la derecha europea repercute fuertemente en la Buenos Aires de entonces, y levanta el mito de una sombra que se extiende con fuerza por todo el mundo.
Conspiración travestida de personajes, promiscuidad en el desembarco inmigratorio, fiebre del oro californiano en las playas del Plata, crisis económica que estalla con la revolución del 90, son algunos de los tópicos que emergen alrededor y en el interior de La Bolsa, en el cuadro que puede reconstruirse hacia fines del siglo XX. Volviendo al libro de Quesada, y como corriendo en paralelo, pero desde la visión de un colaborador del gobierno de Juárez Celman, se aprueba este análisis y se trata de actuar en consecuencia. Apariencia y realidad, podría decirse, son las dos puntas que intenta separar la novela. Describir y desentrañar esa “segunda naturaleza” tejida en torno a la Bolsa parece ser el propósito de Martel. Una suerte de diagnosis social, para usar un término médico tan en boga en aquella época, y que sirve como valioso testimonio al ensayo de Quesada.

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