jueves, enero 10, 2008

El OFICIO

Por Mariano Granizo

(Triste trompeta de fondo que resuena en tus oídos...)
El rubio la conoció en un pub. Lo primero que vio de Ana fue su tremendo culo. Y lo quiso conocer. La vio rodeada de unos pendejos y unas pibas. Todos se la debían estar queriendo levantar, como a las otras que estaban con ella. El rubio no hubiera salido de su rincón si no estuviera convencido de que ninguno de esos podía hacerle frente. Su seguridad y confianza la sacaba de saber que a cualquiera que le dijera algo que no le gustara, lo despreciara o se burlara de él, podría matarlo luego sin que nadie se enterara que había sido él. Eso le daba confianza. El otro jamás se podía enterar de eso, pero la confianza que le daba su Beretta, y el buen manejo que tenía de ella, lo volvían avasallante y, por lo tanto, todos agachaban la cabeza ante él, que algo irradiaba que no podía ignorarse, impresionados y cortados en seco en su reacción.
Por eso apuró el whisky y fue hacia ella. Recién cuando se acercaba, viéndola entre la gente que debía esquivar, apariciones fugaces en la penumbra, notó que era linda. Sólo le había mirado el culo, pero ahora tenía más sentido ese acercamiento.
Cuando llegó al grupo, mientras le decía un par de pavadas la alejó de los otros. Nadie hizo ni dijo nada; Ana tampoco. Se dio cuenta de una cómo era ella. Toda su atención estaba puesta en encontrar las palabras justas para decirle, más bien en ir tomándolas de a una de su cabeza ya que el trayecto de la pared a donde estaba ella le había alcanzado para preparar algo que decir. Y entre frase y frase que encontraba y decía la iba registrando. Era parte de su oficio. Y se acordó de Sarrende. Era increíble que pudiera controlar simultáneamente tantas cosas en su cabeza. Hablaba con Sarrende y repasaba lo que el sobre manila le había otorgado, toda esa información que tan útil era para el oficio. Y registraba el lugar: el televisor sobre Sarrende empotrado en la pared, Independiente 2 a 1, cabezazo desviado del marcador de punta del rojo, Sarrende es hincha del rojo (información del sobre), los ojos azules de la chica que le dijo enseguida que se llamaba Ana, y todas las frases estúpidas que él podía decirle y que no tenían ningún valor porque era su presencia, su parada, su forma de mover el vaso con un resto de whisky y los hielos ya chiquitos yendo de un lado a otro, su decisión la que la tenía ahí, arrimada a él, escuchando sus pavadas que se olvidaban rápido y contestándole con otras que le peleaban en estupidez e inutilidad porque a ella le bastaba con estar ahí, igualando con su cuerpo la presencia y seguridad del de él.
Marcos Sarrende sintió que algo o alguien le tapaba la luz que venía desde la otra parte del café. Levantó la cabeza, con la taza en la mano, y lo vio: un hombrecito flaco y rubio lo miraba, sonriente.
Recordó el rubio que esa había ido su entrada, sonriente como la miraba a ella ahora, sin dejar de mover el whisky, como para que pensara que un poco nervioso estaba por estar hablando con ella, pero que se controlaba así, con el whisky en movimiento.
-¿Sarrende... Marcos Sarrende?- le dijo, con la voz, con la sonrisa, con los ojos bien abiertos y con las cejas levantadas.
Pero con Ana era distinto, con ella sólo mostraba tranquilidad y reposo en el rostro mientras alcanzaba a ver, muy cerca ya uno del otro porque la penumbra y los que pasaban los empujaban uno hacia el otro, alcanzaba a ver que su nariz era un poco ancha pero pequeña, y que le quedaba bien, y que tenía un gesto nervioso o con el que simulaba nervios de chica buena que no sabe quién es el que le habla, la palma de la mano acariciando la punta de su nariz hacia arriba una, dos, tres veces hacia arriba en un gesto tramposo y ladino.
-Sí...- le contestó Sarrende, serio, todavía con el asa del pocillo de café entre los dedos pero en trámite de depositarlo sobre la mesa, intrigado, sorprendido por ese hombrecito con aspecto frágil de mujer frágil, adolescente bulímica que, Sarrende no sabía, pero había entrado al café y directamente, esquivando las mesas con decisión y gravándose su ubicación perfecta, rápido e imperceptible, por oficio, para toda la gente que estaba allí, directamente a la mesa del fondo que tradicionalmente ocupaba Sarrende, en el rincón, al resguardo de los ventanales y de las fuertes luces del centro del café, como un capo mafia que se protege, Sarrende envuelto en un amarillo opaco y un lengüetazo de luz llegaba de más allá.
-¿No te acordás de mí... el Fefo Schmidt?- y le abrió lo los brazos para que viera que no admitía tal olvido, mientras Sarrende achicaba los ojos, arrugaba la frente, ladeaba la cara y sonreía levemente, todo junto, incrédulo, como también ladeaba Ana la cabeza, pero lo hacía porque sabía que eso era bueno, que ayudaba, que era negocio.
-¿Amigo del colorado Macedo?
-Sí, che- y le ganó de mano-, aunque mucho más flaco: bajé 27 kilos-, y sonreía y pensaba en el sobre manila, en los datos que había dentro, en la foto de ese pibe de 16 años que era Sarrende, la cerveza en la mano y ladeado por otros dos pibes en una pieza, con el poster de Independiente campeón de fondo; pensaba en lo útiles que son las ramas de conocidos más alejados, ocasionales, fugaces, momentáneos, acompañantes intrascendentes que se van dejando atrás, tirándolos como forros usados.
Sarrende ya había picado y Ana se alejaba cada vez más del grupo para pegarse al rubio, que se le arrimaba lo más que podía para seguir sabiendo cómo era, qué era lo que podía recordar de ella, esa boca de pato el último rasgo para sumar en el papel del sobre manila.
-Sí... me acuerdo- y se fundió en un abrazo con el Fefo Schmidt-. Sentate. ¿Qué es de la vida del colo?
“Buena línea: el Fefo crece”, pensó el rubio.
-No lo vi más al Colo-lo cortó, seco, sentado junto a él, tapándole la visión del resto del café, palmeándole el hombro con la izquierda y metiéndole dos balazos de su Beretta con silenciador con la izquierda por debajo de la mesa, sosteniéndolo con la izquierda con la que lo había palmeado en el hombro, metiéndole un tercero en el pecho, acomodándolo en su silla envuelto en esa opaca luz amarilla, sepia, dejándolo sentadito, marca registrada del rubio, para salir con la misma decisión con que había entrado.
Pero ahora su mano izquierda estaba en la cintura de Ana, levemente arrimada, sólo rozando la remera que terminaba y la piel que surgía un instante para perderse bajo el jean, de la remera a la piel según los movimientos de ella, la mano del rubio estática, dejándola allí para que ella se deje rozar. En la otra mano no hay Beretta, sólo el vaso de whisky sin hielo ya, culito de agua que se movía.
Tenía cubiertos también a los del grupito, que se habían olvidado ya de ella y se lanzaban a las otras. Siempre tenía todo cubierto, apuntaba, y mientras relajaba ssus manos y sus dedos y ajustaba el ojo a la mano y al arma y serenaba sus brazos y su respiración, murmurando un Ave María, por joder, porque era el tiempo justo para la espera y luego del “amén”, ruido seco, tac, el disparo, y listo, en Dorrego, tres tac, tac Ave María tac Ave María tac, tres que matar, que estaban juntos, y los había matado uno a uno, del mismo modo, él desde arriba, porque no se sabían cubrir, y él lo sabía, porque para saber cubrirse hay que saber matar, haber pensado en cubrirse por el riesgo siempre latente, y sólo se adquiere con el oficio. Ahora le hablaba Ana de la misma manera que le había hablado él, pero no importaba, porque ella también sabía de qué se trataba todo eso. Tenía el pelo negro que le caía sobre los hombros, pelo teñido, seguro un poco rubia antes por la tez blanca y los ojos azules, un lunar en la mejilla, una pequeña cicatriz en el mentón maquillada vanamente.
La había registrado. Podía poner sus datos en un sobre manila y tenerlo a mano. Quizá sumarle una foto. Quizá escuchar su historia, pero todo eso no le interesaba ni le servía. No tenía nada que ver con eso, pero todo sirve.

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