jueves, enero 10, 2008

AIRA, EL ASESINO

AIRA, EL ASESINO
Por Mariano Granizo

Lo que más me ha impresionado de la obra de Aira es su caracter de inabarcable, no sólo por la cantidad de escritura que ha producido entre crítica, teoría y ficción, sino también por la multiplicidad de entradas que ofrece, digo yo, intencionalmente, como jugando con las pretensiones de absoluto de la lectura especializada. Impresionado, opté, para no quedar paralizado, por trabajar la lectura en un solo libro, La Villa, en una parcela de escritura de ese vasto campo que es lo escrito por Aira. Parcela intelectual, porque es esa escritura-Aira la que leo, desligándome, y no por comodidad (no, al menos, absolutamente), de emitir juicio alguno acerca de posibles contradicciones, juegos, respuestas, prolongaciones con el resto de la escritura-Aira. Pero además, dejar de lado la conciencia de que existe el resto de la escritura-Aira me permite tentar cercanías con la lectura hecha por el lector común, aquél que no tiene pretensiones de especialización, aquél que encuentra La Villa y lo lee, sin conocer la historia de Aira ni el resto de su escritura, o bien sin asociarla a ésta.
La Villa como parcela de escritura, como parcela-lugar conformante de la Argentina, de la escritura en que Aira convierte a la argentina. "Nadie capta el conjunto, sobre todo porque en realidad no hay conjunto". (La Villa, César Aira, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 55) Porque aparece cierto interés balzaciano por escribir la comedia humana de los argentinos, atravesando el tiempo histórico y los espacios nacionales. Un Balzac de la periferia mundial, con las jerarquías internas que esto implica, jerarquías que son espejo de las más visibles. Ahora el espacio observado, tocado, es la Villa del Bajo Flores. (Como en el juego infantil de la mancha, tocar para sacarse de encima una responsabilidad, una peste, la mirada acusadora de los otros jugadores, para quedar limpio, para poder seguir.) Toca y se va, pero "todo queda registrado, de un modo u otro". (ob. cit. p. 107)
Aira se arroga el privilegio de mostrarle a los propios la Villa. Una mirada más, sólo eso, pero sobredimensionada porque es la del escritor, ese señor que supuestamente suele tener razón. Aira es el cicerone de este viaje por lo desconocido. "Se creía un privilegiado, y no sabía por qué; no era ningún privilegio entrar por ese laberinto maloliente de casillas de lata, donde se hacinaban los más pobres entre los pobres. Pero justamente, él no era pobre, y si lo llevaban hasta allí era una prueba de confianza. Podría haber apostado que ninguno de sus conocidos del colegio, del gimnasio, del barrio, o amistades de sus padres o parientes, habían entrado nunca a una villa, ni entrarían". (Ob. cit. p. 31) No se asume privilegiado, pero al negarle el "privilegio" a Maxi, el forzudo protagonista, reconoce que algo de eso hay.
Entrar a la Villa es violar un espacio que no pertenece, una mirada, la de Maxi, que se mete y admira, sin asimilar lo visto. Porque Maxi, que ayuda a los cartoneros porque no tiene otra cosa que hacer -cartoneros a quienes se nombra y ya parecen estar asimilados por la conciencia de la clase que observa y tiene voz-, siente que no lo invitan a adentrarse en la Villa "por no considerarlo digno, por bien vestido, por clase media, por señorito". (Ob. cit. p. 32) Pero en la idea de este cajetilla, que viene desde Echeverría, la violación se invierte, y ahora el cajetilla viola a su manera, nombrando a la pasada, metiéndose sólo para eso, filtrando el carácter de la Villa, tocando su superficie: una Villa que se procesa de inmediato, como los espacios atravesados por Suar.
Maxi atraviesa los espacios para reconocerlos, inventarlos, hacerlos reales, concientes en el lector, para luego abandonarlos por ya estar nombrados. (Todo se nombra superficialmente: los cartoneros, la tortura policial, los desocupados, la Villa.) Es Aira un mediador entre el lugar-villa y el lector que no conoce tal lugar. Lector "adolescente", como sus personajes, que no comprenden muy bien lo que ocurre allí ni con quién se contactan, y que aceptan cualquier explicación tirada de los pelos que se les presente como solución al dilema (dilema-villa). Esos contactos están mediados. A la sirvienta peruana no se la ve directamente, sino reflejada en un espejo, mediada: se ve una imagen de la sirvienta, no a la sirvienta. La escritura de Aira refleja y es contacto entre dos clases que no se tocan; refleja porque da una imagen, superficial, sin fondo ni volumen, una imagen fácilmente aprehensible. La imagen que nombra, clasifica, archiva y olvida.
Pero todo lo que se nombra está ligado (supeditado) a un orden. (Está en el orden; lo nombrado se ordena; el orden nombra.) La Villa se ordena al nombrarla, pasa a ocupar un lugar en la clasificación de una clase. Es ese orden, que clasifica, el que vacía el objeto: pasa a ser sólo significante (en el orden ya no hay significados particulares, sólo orden, es decir, texto, que sí tiene significado, es macrosignificado, y es olvido, tranquilidad: orden).
Se ordena tocando, jugando una mancha ética, cumpliendo con lo que se debe hacer, con el rol del intelectual en democracia, y permitiendo que el otro, la Villa, nombre a su vez y ordene. Pero, ¿tiene voz la Villa?, porque para nombrar hay que tener voz, para ordenar hay que tener la facultad de nombrar (innata, adquirida o impuesta). En Aira sólo nombran los que están en el orden, de lleno inmersos en él, y los que están más al borde entre los que nombran y la Villa, al borde de salirse del orden por las relaciones que mantienen con el desorden (el policía y Maxi). No hay voz de la gente de la Villa, es lo que Aira desconoce. (Cómo podría tener voz la Villa, cómo podría nombrar si ni siquiera tiene un orden interior de sus calles que se asemeje al del exterior, al que impera en El Orden. Y si nombra, la Villa quizás lo haga de otra manera, imperceptible para el orden y quienes lo conforman-sostienen. Si la Villa nombra, no es Aira quien deba tomar nota de ello pues no podría haber asimilación inmediata del lector, habría que salir de la superficie, del vértigo-Aira que permite seguir nombrando, hasta nombrarlo todo, e igualarlo todo.) La única voz de la Villa que el orden puede reconocer es la de la sirvienta peruana, que sólo habla cuando está en el orden, en su función de sirvienta, sumisa, con respeto hacia el "señor" y la "señora" (por más que estos sean Maxi y su hermana); sumisa y agradecida en cualquier lugar del orden (donde por más que no esté como sirvienta, es reconocida como sirvienta de inmediato por quienes nombran).
Aira muestra la Villa desde arriba (no desde adentro, sería más complicado, es más, no podría hacerlo) y encuentra que, con sus luces, era como una "rueda de la Fortuna, salvo que no estaba de pie como se la imaginaban todos, sino humildemente volcada en la tierra, y entonces no era cuestión de que unos quedaran arriba y otros abajo sino que todos estaban abajo siempre, y se limitaban a cambiar de lugar a ras del suelo. Nunca se salía de pobre, y la vida se iba en pequeños desplazamientos que en el fondo no significaban nada. Y aun así, esas minúsculas fracciones de revolución eran rarísimas, se producían cada muerte de obispo, por un encadenamiento de circunstancias tan complejo que nadie llegaba a descifrarlo". (ob.cit. pp. 168-169) Da una explicación, sale del paso, improvisa, sigue avanzando porque hay mucho que escribir, que nombrar, que ordenar. Rápido avance y rápidos resultados del nombrar, porque el ejercicio de la literatura puede así convertirse en el ejercicio de un asesinato; pervierte lo mostrado, lo vuelve visto-leído y lo anula, lo pasa al olvido, lo ordena. Produce el vaciamiento de la Villa, pasa a ser sólo un nombre, un lugar como cualquier otro. Usa la Villa como podría usar cualquier otro lugar; los hechos de La Villa podrían formar parte de cualquiera de sus otras novelas. Lo importante es nombrar y tornar existente, por más que lo que se nombre, La Villa, remita desde el título a una literatura militante y popular (con lo positivo y negativo que aquella posee). Aira está ignorando la historia, siéndole indiferente, tanto a la del país como a la de la literatura. Una escritura para tilingos y señoras gordas, como decía Jauretche, al margen de la historia pero con fuerte ética. Personajes tilingos buscando lectores tilingos, pero delineados por Aira, que no es ni tilingo ni señora gorda.
Así, el asesinato de una adolescente, motor y centro de los hechos de esta novela, se convierte en una excusa. El verdadero asesinato es el de la Villa, y está en su vaciamiento de significado y connotación. Por eso, al terminar de leer La Villa, uno siente que allí, en la Villa, todo está muerto.

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