jueves, enero 10, 2008

MARCAS DE LA VIOLENCIA

Los cuentos de irlandeses de Rodolfo Walsh

Por Marcelo Méndez

A la violencia en la literatura argentina del siglo XX no le han faltado motivos para ser representada de muy diversas maneras. Se la encuentra en las distintas “leyes de frontera” que improvisan los desterrados de Horacio Quiroga, está en el corazón de la poética de Arlt, en Borges será el duelo entre orilleros o el “íntimo cuchillo” montonero contra la garganta de Laprida. Pero el correr del siglo fue colocando a lo violento en estrecha relación con el poder político.
Así, son decisiones políticas las que avalan los fusilamientos en Los dueños de la tierra de David Viñas, cuya obra toda está signada por la violencia. Pero es justamente Rodolfo Walsh el que, formulando magistralmente una denuncia, da el salto de la facción política al Estado como causante del asesinato de ciudadanos indefensos. Operación Masacre se constituye entonces en un hito tras el cual la violencia estatal aparecerá reiteradamente en la literatura argentina. De manera sesgada, en Respiración artificial de Ricardo Piglia, en En esta dulce tierra de Andrés Rivera o en Nadie, nada, nunca de Juan José Saer, el terrorismo de Estado llegará a la literatura. Un conjunto de factores de la posdictadura que no vale la pena discutir acá, hace que recién pueda situarse alrededor de 1995 –Villa de Luís Gusmán es el texto emblemático- el abordaje directo y llano de las atrocidades de la dictadura. Hoy, esos textos –calidad al margen- se cuentan por decenas. Last but not least, hay que mencionar de un plumazo, todo lo escrito por Osvaldo Lamborguini.
Nótese que es la introducción de la política la que transforma la violencia entre pobres o de los pobres (Quiroga, Arlt, Borges), en violencia contra los pobres. Como quiera que sea, es Operación Masacre el texto que produce el salto cualitativo, al punto de que el propio Walsh da un viraje ideológico durante su escritura.
La importancia de este salto relegó durante demasiado tiempo a los cuentos de irlandeses, una serie de tres relatos que Walsh intercaló en distintos momentos de su obra pero que indudablemente hacen serie y –sobre todo- tienen mucho para decir sobre esta relación entre literatura argentina y violencia, tanto acerca de la que se da con la participación del Estado como sobre la que transcurre en su ausencia.
Esto se debe a que los cuentos se colocan en una productiva ubicación entre lo privado y lo estatal: lo “institucional” a secas. Un orfanato para niños irlandeses pobres sostenido por una asociación de “piadosas” madres irlandesas. Se trata en realidad de un edificio lúgubre de altísimas paredes grises (hay un dejo kafkiano en la manera en que Walsh, una y otra vez, se refiere a esta construcción) donde las madres irlandesas pobres “se sacan de encima” (p.15) a los hijos que no pueden sostener. En los cuentos está presente la violencia cruel de la infancia, pero también hay –por parte de Walsh- una “politización” de distintas situaciones que alude a otras formas de la violencia. Esta dualidad responde a la ubicación estratégica de los cuentos entre lo privado y lo público que se mencionó recién. Entonces: existe desde siempre un tópico literario que se centra en los conflictos de los varones jóvenes en ámbitos de “aprendizaje”; hay, por otro lado, cuando estos textos son escritos, una literatura política bien enclavada en la época. Estos cuentos –he aquí su mayor virtud- no son en forma pura ninguna de las dos cosas. Ni David Coperfield, ni El 18 Brumario. Son, por el contrario, textos que permiten al lector ambas entradas sin restar autonomía a ninguna de ellas.
El primero de los cuentos, “Irlandeses detrás de un gato” (de Los oficios terrestres, 1967) narra el salvaje y habitual rito de iniciación al que es sometido cualquier chico “nuevo” en un ámbito que es un hervidero de varones: una suerte de paliza bautismal. Cuando la ficción comienza, este chico aparece parado a bastante distancia de los demás alumnos. Alguno de los graciosos oficiales lo apoda para siempre “Gato” y no le falta razón. Hay, de hecho, un devenir gato del personaje que posee “un cuerpo sinuoso y evasivo”, cuyo “guardapolvo brillaba con un lustre metálico y verdoso” y que “se arrugaba cuando ladeaba de golpe la cabeza, y (surgía) el espectro, el fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un bigote gris”. El Gato pacta posponer su castigo iniciático. El jefe que accede a esto ve esfumarse su autoridad porque -aquí Walsh empieza a politizar el texto- “el pueblo no quedaba ligado por la palabra dada en un momento de debilidad por un sentimental fracasado como Carmody”.
Tras el almuerzo, expiran los plazos: al ver la actitud amenazante de todo el grupo, al Gato gana la delantera con un salto felino, entonces, “Irlanda mandó al frente a sus guerreros”. Zaga de jóvenes pupilos y guerreros nacionales, cada vez más entrelazados.
El Gato se revela difícil de atrapar y para peor, cada tanto aparece como de la nada y golpea a algún centinela distraído. Walsh fortalece el flanco político de sus páginas: la “comunidad” (p.23) se organizaba. Mientras los más fuertes eran los “cazadores” del Gato –el término remarca su animalidad- los más torpes simulaban escaramuzas en distintas zonas del patio para distraer a los preceptores de lo que realmente estaba ocurriendo. Un centinela irlandés aparece con felinos rasguños, pero la lucha es muy desigual y el final está cerca.
El Gato termina refugiado en la leñera (“y una vez más, razón tuvo el refrán”: “se defendió como gato en la leña”) donde lo alcanzan sus enemigos. Ese momento que cambiará su vida para siempre, es propicio para el Walsh más borgeano: “Allí su suerte lo alcanzó”.
Golpeado y ensangrentado, lo encuentra y lo socorre uno de los preceptores: ya no era el “nuevo”, ahora era uno de ellos.
“Los oficios terrestres” de Un kilo de oro (1969) muestra al Gato ya integrado a los demás y gozando de una posición de respeto. El centro de la trama está dado esta vez por la visita de las damas irlandesas que sostienen económicamente el lugar y el fantástico asado que reemplaza la mala comida de siempre.
Recuérdese que son tres cuentos que forman una serie. Así no sorprende que Walsh vaya profundizando el armado de las analogías políticas. El “pueblo” ahora aparece en la primera oración, reclinados sus miembros sobre su café con leche tibio. Poco después se hacen presentes las Damas, junto al gordo y violeta Obispo Usher (leído desde Poe, un obispo que se viene abajo). Luego de celebrar Usher los oficios divinos, las damas se desparramaban entre las mesas, saludando aquí, tocando una cabeza allá. “Allí ocurrió el milagro”: empiezan a presentarse los chicos ya designados con las bandejas llenas de asado. Entonces ocurrió “una espontánea demostración del pueblo que se alzó en una ola repentina desde las mesas blancas, aclamando a las queridas Damas (…) nuevamente aclamando a la querida Sociedad (p.34)”. Tanta efusividad es renovada por el Obispo que se permite algunas bromas tras de las cuales “el pueblo entero volvió a alzarse en un solo impulso de amor y adhesión”. Pero más tarde, el cura no se priva de alabar el aseo del lugar –obra de los chicos- y dice que cada hombre debe cumplir con los oficios terrestres, refiriéndose a las pesadas tareas que los chicos cumplían. La distribución es simple. El Obispo celebra los oficios divinos, los chicos, los oficios terrestres. Walsh tenía demasiado oficio para caer en obviedades, eso nos toca a los que analizamos hoy: este es el punto donde son verdaderamente pueblo.
Entre la comida (“el pueblo lanzó un asalto general contra los restos del asado”) y las clases, se asignan los oficios terrestres. Esto dará lugar a la situación final del cuento: el Gato, de sexto y Dashwood, de cuarto, son los encargados de sacar la basura hasta un baldío lejano. Pero esta vez la basura contiene las sobras del asado y su peso se hace insoportable para Dashwood, además de que el Gato no acepta descansos. Es un círculo diabólico, las secuelas del disfrute se transforman en su castigo. Son los oficios terrestres. Dashwood larga su manija y empieza a alejarse hacia la salida. El Gato lo llama y le da dos de sus tres monedas. Dashwood las acepta en silencio y se va del Hogar para siempre. El Gato se vuelve “ajustando la expresión de su cara al gesto del edificio alto desnudo y sombrío que lo estaba esperando”.
Nuevamente el cuento se presta a las dos lecturas; las peripecias juveniles y la clave política, pero es evidente que esta última alternativa ha ganado espacio: como un verdadero pueblo, los chicos arrastran placeres aislados y dificultades diarias. Por otro lado, Walsh lleva más lejos que nunca su intención de tratar un paralelo con el mundo exterior cuando los llama, por única vez, obreros. Es el resultado de una suma simple: pueblo + oficios.
El último cuento de la trilogía, “Un oscuro día de justicia”, tiene un texto bastante menos conocido que su título. Publicado en una precaria edición en 1973, su nombre parece remitir directamente al momento histórico en que ve la luz, pero tal vez sea, de los tres, el que menos obturado tenga el paso hacia las rudas situaciones que viven los varones bajo encierro. Eso que Walsh, en algunos de los cuentos define con el oxímoron “hostil amistad”. El cuento trata sobre la presunta locura del celador Gielty (en el constante paralelo adentro/afuera que traza Walsh, el celador es el policía). Gielty inventa “el Ejercicio”, una diversión nocturna por la que Collins, el más pequeño de la pieza, debe pelear diariamente con el Gato, el más grande. Pese a contar con guantes, para que los internos salden “deudas de honor”, Gielty , blandiendo una Biblia como si allí estuvieran inscriptas sus palabras, ordena que esto sea sin guantes que son “de mujercitas” y para que no sean peleles traídos y llevados por los tiempos. Está última frase, que titula una conocida entrevista de Piglia a Walsh en la revista Crisis, merece ser rescatada por su reiteración que tal vez se deba a que sabe describir la trayectoria que los tiempos le impusieron a Walsh. Traído de un café donde jugaba tranquilamente al ajedrez hasta el basural de José León Suárez, llevado desde allí a la militancia revolucionaria.
Vuelta al cuento. Cuando el combate comienza, el Gato se muestra poco predispuesto, limitándose a esquivar los anunciados golpes de Collins. Pero los golpes esporádicos que finalmente se decide a darle para terminar de una vez, dejan a Collins magullado y en el suelo. El celador se limita a decir que a la otra noche lo hará mejor.
Esta ceremonia, cada vez más conocida entre los chicos, se repite varias veces. Collins cada vez se siente más desesperado, hasta que finalmente decide mandar una carta a su tío Malcolm. Malcolm promete “El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte.
La noticia recorre todo el alumnado en pocos minutos. Todos los jóvenes están ahora en una tensa espera del tío . Corren las leyendas: ha practicado boxeo, llegó a hacer guantes con Justo Suárez.
El celador Gielty no había reanudado el Ejercicio; se encerraba a rezar en la parroquia. La “comunidad” no dudaba del resultado del combate y día tras día, colgaban banderas con el nombre de Malcolm y miraban hacia el camino tratando de divisarlo.
Hasta que un día el tío Malcolm llegó. En medio del alborozo, desafió a pelear a Gielty. El celador, avisado, salió de la capilla. El combate fue una magnífica exhibición del ovacionado tío. Una y otra vez Gielty iba a dar con toda su humanidad contra el suelo. En uno de estos episodios, el celador pareció caer definitivamente. Malcolm, ovacionado, se inclinaba agradecido hacia su público. En ese momento Gielty lo atacó por la espalda con un golpe al hígado de los que lleva varios minutos recuperarse y lo llevó a la rastra hacia adentro. Entre los chicos cundió una decepción que da pie al más fuerte alegato político de Walsh de la trilogía de cuentos: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”. En ese preciso momento, Malcolm es arrojado del otro lado de la cerca.
Curiosamente, contrastando con estas líneas casi panfletarias, tanto la llegada como el lucido estilo de boxeo del tío y su traicionera derrota, están contadas con un tono de ensoñación muy lejano del “realismo” que impera en los otros dos cuentos y en la primera mitad de éste. Queda flotando la impresión de que nada de eso ha sucedido, que todo ha sido un sueño colectivo de unos pobres niños irlandeses hartos de su encierro.
Conclusión: el alegato político más claro, el que hace señales más claras a la realidad extratextual, está inserto en una zona de ensueño que tampoco tiene equivalentes en los textos leídos. Todo esto no hace más que reforzar la hipótesis inicial. Los cuentos de irlandeses permiten dos lecturas: una que narra las peripecias, muchas veces violentas, de los jóvenes que comparten la vida en un orfanato, insertándose en una larga tradición, y otra que traduce a términos políticos la vida diaria de los chicos (pueblo, comunidad, obreros). Dentro del panorama que se trazó al principio estos textos son una bisagra entre la violencia desvinculada de lo político de la que ya se dieron más arriba importantes ejemplos, y Operación Masacre donde Walsh apunta directamente al Estado, marcando la primera huella de una larga serie.

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